VIVIR DE LA FILOSOFÍA

“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar” 

–Antonio Machado

El objeto del presente ensayo es clarificar, en la medida de lo posible, una pregunta de carácter existencial. Adoptando para ello un enfoque pragmático. 

Como todo problema existencial que se precie de ser tal, éste también comienza con las tres mismas palabras: “érase una vez…”

Érase una vez un estudiante de filosofía y derecho que estaba cursando su tercer año de carrera. Se trata de un doble grado que dura cinco años y nuestro querido estudiante estaba pasando por un proceso que podríamos llamar “la crisis del ecuador”. Derecho o filosofía, ésa es la cuestión. Pero resulta que el ambicioso estudiante también pasaba muchas horas en teatros, museos, debates y escenarios de toda clase, y no pocas personas que él respetaba le instaban a proyectar una carrera profesional por ese tortuoso sendero. Derecho o filosofía o teatro, ¡demasiadas cuestiones!

Lo cierto es que lo quería todo, y el eco de las palabras de un querido profesor resonaban en su memoria más como una meta que como un consuelo: “contentos pero insatisfechos”. 

Vivimos en una sociedad contradictoria en muchos aspectos. Por un lado, premia con creces a esa figura que podríamos denominar “el lobo de Wall Street”, al tiempo que lo viste de reproches y críticas; mientras que, por otro lado, elogia y sublima la actividad del profesor, del intelectual y del artista, y, sin embargo, lo condena a una condición que si no es de miseria, tampoco es de la abundancia de la que goza el primero. 

El problema del dinero. Muchos compañeros me tacharán de frívolo o superficial por preocuparme del vil metal, pero se equivocan al despreciar a tan “poderoso caballero”. Como enseñaba El Gatopardo: “solo los señores han alcanzado algo que estaba reservado a los santos: despreciar los bienes terrenales, aunque sólo sea a fuerza de poseerlos”.

 Por otro lado, mi condición de hijo pródigo me sitúa en una posición de deudor con mi futuro y, especialmente, con mi futura, esperada e hipotética familia. Ni santo, ni rico y deudo de mi futuro, sería una insensatez hacerle ascos a “don dinero” y a aquella carrera de leyes y excels que con tanta seguridad me situaría bajo su manto protector.  

La pregunta a la que nos enfrentamos es la siguiente: ¿se puede vivir de la filosofía? ¿Se puede vivir de la cultura? O si, por el contrario, debemos abandonarlas sobre el sofá del salón,  relegarlas al descanso dominical tras una dura semana de oficina.  

Esa misma sociedad contradictoria, que con tanta sutileza nada entre el relativismo cultural, el pragmatismo materialista y el romanticismo, nos exhorta incesantemente a “cumplir nuestro sueño”, “a ser lo que somos…” La felicidad era esto. Pero cómo saber “qué es lo que somos”, si no podemos distinguir el bien del mal sin ofender a nadie. Parece que el único legitimado por lo políticamente correcto para guiarnos en las decisiones más importantes de nuestras vidas es ese impulso romántico, esa emoción subjetiva tan cambiante e inestable como la sociedad que la ha engendrado. 

Por otro lado, todos tenemos la experiencia de que, al vernos obligados a dedicar tiempo y energía a una actividad que no nos gustaba en un principio, acabamos cogiéndole bastante cariño e, incluso, acaba convirtiéndose en una pasión. Por eso tampoco me sorprendí excesivamente cuando, leyendo al doctor Javier Schlatter, me topé con la afirmación de que podemos educar nuestros gustos; que podemos elegir qué queremos y, efectivamente, quererlo.

¿Podemos vivir de la filosofía y la cultura? ¿O debemos educar nuestra voluntad para que ame aquello que ahora no nos gusta pero que nos asegura vivir? ¿Qué camino elegir? Y, si no podemos confiar en el devenir del impulso romántico, ¿dónde encontrar la respuesta? 

“La ambición –afirmaba Cómodo– se convierte en virtud cuando nos conduce al éxito”. El éxito. El hombre ambicioso alcanza “la virtud”, la ilusión de la felicidad, cuando consigue el éxito. Sin embargo, el éxito es algo ajeno a su trabajo, un objetivo, una meta. El amor es diferente, no en vano decimos que se “hace”. El ambicioso sólo es feliz al alcanzar aquello que ambiciona; el amante, por el contrario, se realiza en el acto mismo de amar: su objeto y su actuar son uno mismo. Podríamos decir, utilizando una terminología más filosófica, que la ambición es una acción transeúnte, mientras que el amor es inmanente.

Tenemos pues la primera clave para elegir un camino: ama lo que haces. Qué original, ¿no? Lo que quiero decir es que no podemos situar el objeto de nuestro trabajo fuera de él, no podemos depender del éxito o del dinero para disfrutar de nuestro trabajo y, si lo hacemos, es que no lo amamos realmente.  

Pero aún nos queda por saldar la deuda del “hijo pródigo”: la responsabilidad que tenemos con nuestro futuro. Si la filosofía no basta para saldar esa deuda, ¿podemos abandonar la vocación amada, tomar otro camino aunque su destino sea ajeno a él y, no obstante, ser felices? Quizás. Tal vez, si ese otro objeto es más elevado que el trabajo mismo, sí pueda saciar la infinita sed de querer de nuestra voluntad. El dinero y el éxito son alimentos perecederos; pero la dicha de una familia, el bienestar de los hijos, padres y cónyuge… quizás entonces merezca la pena sacrificar esa dimensión de nuestra existencia que es el trabajo. 

Tras esta breve reflexión, parece que nuestro “érase una vez…” se ve abocado a cuatro finales muy distintos: 

  1. El ambicioso: “…y pasó el resto de sus días envuelto en una serie de rituales contables que consiguieron preservarle de la infelicidad”. 

  2. El padre de familia: “…sin amar su trabajo, amó mucho –no por su bien– sino por el de muchos. ¿Puedo decir que fue feliz? No lo sé. Lo que sí sé es que comieron perdices. Y comieron todos. 

  3. El ermitaño: “…vivió solo. Amó su trabajo y comió poco, siendo joven; y mucho, quizás, siendo ya mayor. ¡Quién sabe! En cualquier caso, ya era demasiado tarde…

  4. El insensato: “…fue y fueron felices y comieron todos perdices; o, tal vez, fue y fueron felices y se murieron todos de hambre; o, también cabe la posibilidad, de que fueran todos infelices y se murieran de hambre.

¿Se puede vivir de la filosofía? ¿Quieres? ¿Qué riesgos estás dispuesto a asumir por ello? ¿Qué estás dispuesto a sacrificar? Se trata de una respuesta personal, tan existencial como la pregunta que intenta responder. No hay una solución mágica. 

O quizás sí. 

Cuentan las leyendas que existe un antiguo manuscrito, custodiado por sabios nobles de oscuras capas y caras pálidas, en el que está inscrita la fórmula para escapar del incierto destino del filósofo. Yo he leído este pergamino, amigos míos. No os diré cómo, ni cuándo. Sí os diré, sin embargo, lo que en él estaba escrito.

Tan solo dieciocho caracteres dibujaban la sencilla pregunta y la genial respuesta que recogen el misterio de la felicidad.

¿Cómo vivir de la filosofía?

Educando tu corazón para que pueda amar (y enamorar) a una mujer rica


Next
Next

OTRO OTOÑO