OTRO OTOÑO
–Te marchas.
–Sí.
–No era una pregunta –dijo Elline suavemente, con un deje melancólico en la voz, pero sin rastro de rencor u odio. Aún destilaba cierta calidez. Era una voz otoñal.
John detuvo su mirada en la mujer a la que una vez había amado, que aún amaba, aunque no quería reconocerlo. Ya no era bonita, apenas podía verla, oculta como estaba entre las sombras del salón; su perfil recortado por la decadente luz parda que reflejaban las paredes de piedra.
John se percató de que, a pesar de que el invierno acechaba en las montañas y el sol se estaba poniendo, Elline lucía sus gafas de sol. Una sonrisa coloreó el triste lienzo que era su rostro: “una mujer siempre debe llevar gafas de sol cuando contempla un atardecer –solía decir Elline–, así el Sol no sabe que estás llorando”. Siempre decía cosas sabias, Elline.
–Tú nunca haces preguntas –contestó John–. Lo había olvidado. Siempre tienes todas las respuestas.
–¿Está siendo un otoño muy tranquilo verdad? –preguntó de repente Elline.
–Sí, creo que…
–Sí, sin duda está siendo un otoño muy tranquilo –le cortó Elline, distraída–. Es bueno que el año se despida así, tranquilo. Sin huracanes ni tormentas, truenos o gritos. Sí, es mejor que no haya gritos; tampoco huracanes. Los huracanes lo destrozan todo y dejan todo desordenado; y si las cosas se rompen o se desordenan, luego hay que repararlas y ordenarlas. Yo no tengo fuerzas para arreglar ya nada, John.
Silencio.
–Y a ti, John, ¿te quedan fuerzas?
Él negó con la cabeza pero Elline no podía verlo, perdida como estaba, observando, a través de unos cristales tintados, otro crepúsculo.
–No, claro que no tienes fuerzas –tenía todas las respuestas, Elline–. Harías el favor de darme fuego –ordenó más que pidió, mientras colocaba un cigarrillo de papel marrón en una boquilla de nácar. John cogió el encendedor que había en la repisa de la chimenea y ayudó a Elline a encenderse el cigarrillo que sujetaba en su mano derecha. No se miraron. Elline dio un par de largas caladas, saboreando más el nácar que el tabaco, y volvió su mirada hacía la ventana, apoyando sus brazos sobre el escritorio de madera oscura. Con las uñas de marfil dio un par de golpecitos a una copa de cristal. El fondo de la copa estaba manchado de oscuro.
–No deberías fumar, Elline. No después de lo que has pasado.
Elline no contestó, se llevó el cigarro a la boca y dio una larga calada. Sus dedos temblaron por un momento y un poco de ceniza cayó sobre la carta que minutos antes había estado leyendo. Y releyendo, una y otra vez.
John se quedó quieto, a la espera. La esperaría una última vez. Le debía eso, al menos –pensó–. Permaneció así, inmóvil; contemplando la caída de las hojas de un almendro del jardín.
–Son feas, ¿verdad? –continuó Elline sin compasión–. Las hojas.
John no se molestó en contestar. Pero sí, sin duda, era un triste espectáculo.
–Quién te lo iba a decir, ¿eh? Hace unos meses resplandecían bañadas en las lágrimas de la primavera, eran jóvenes y estaban llenas de color y de vida. Engalanadas de plata y rosa temblaban lúbricas e inseguras bajo las caricias del viento. Fíjate ahora, apenas han pasado unos días desde entonces y ya no son las mismas. No puedes contemplarlas igual, aunque quieras. No puedes. Son viejas. Ya no hay pétalos de marfil, ni húmedas flores sin abrir, sólo unas hojas oscuras y arrugadas, como los labios de un muerto que ni el viento se digna rozar. Caen solas, lánguidas, al vacío… y ¿de quién es la culpa?
–No lo sé –contestó John–. Prefiero no hacerme esa pregunta.
–¡Es suya! –le espetó Elline, aunque John no sabría decir si se dirigía a él o a las hojas que, ajenas a la crueldad de su destino, seguían cayendo–. ¡Porque son feas! Son feas, feas, feas… Esa es su culpa. Tendrían que haber conservado su color siempre. Ahora ya es tarde y mueren. Mueren solas. Porque son feas.
Hubo un momento de silencio. Elline intentó recuperar la serenidad y se evadió de nuevo tras las sombras de sus gafas. John, esta vez, se fijó en ella. Sus labios temblaban. No se los había pintado. Se percató de que presentaban un feo color gris, como el de un coral muerto. John nunca había visto un coral muerto.
–Perdóname John, lo siento. Lo siento de veras. Mamá siempre decía que era muy masculina. Quizá sea porque los hombres siempre tienen la razón. O, al menos, parecen tenerla; aunque sólo sea a base de gritar más alto. Tú nunca has sido muy masculino, John. Te lo agradezco.
Elline abrió un cajón del escritorio y sacó una botella de cristal oscuro. Unas pocas motas de polvo se desprendieron del vidrio, deslizándose entre sus dedos de alabastro. John se fijó en la botella, apenas quedaba suficiente vino para llenar una última copa. Se sorprendió. Era el vino de “el español”. No sabía que Elline lo había guardado tanto tiempo. Sin duda, estaría ya agrio.
“El español”. Nunca había preguntado su nombre, sólo sabía que era español y que, al irse, lo único que había quedado tras él era ese vino rojo como la sangre. Era un vino muy característico.
–¿Cómo se llamaba?
–¿Acaso importa? Nunca supiste hacer las preguntas adecuadas, John. No te culpo. Sé que yo nunca pude suscitarlas. Pero no preguntes su nombre, por favor. Una cara sin nombre es un fantasma, un deseo. Una promesa. Eso es lo que ha sido y es lo que tiene que seguir siendo. Lo que será siempre.
–Quizás la pregunta adecuada hubiera sido por qué –siguió Elline, implacable. Dio un par de sorbos a la copa–. Sí, esa es la pregunta adecuada.
El vino manchó sus labios y, por un momento, pareció que habían recuperado su antiguo color. Esa era la ilusión. Otra promesa vacía construida por los oscuros encantos de ese hombre. Elline alzó la copa frente a sus ojos y contempló el vino mientras la agitaba con suavidad. Se quedó así, perdida en su oleaje carmesí, como si pudiera recuperar en el amargo elixir los fragmentos de aquella promesa perdida.
–Sabía que no era real, John. Lo supe desde la primera mirada… ¡Pero sí era real aquella mirada! ¡Sí que lo era! –Elline se pasó los dedos por el cabello, no fue un gesto femenino ni delicado, sino feroz. Por un momento John temió que fuera a tirar del cabello muerto de la peluca hasta arrancársela.
–Lo entiendo Elli… –intentó decir, John, sereno.
–¡No quiero que me entiendas! –gritó Elline levantándose violentamente y golpeando con los puño el escritorio. La copa se cayó y derramó lo que quedaba del vino sobre la carta. Su carta, se percató con tristeza John. El apagado negro de la tinta corrida se diluyó en el rojo del vino.
–Sabía que nunca me querría, que no me amaría como tú me has amado, como me quisiste al menos hasta… ¡Pero sí me deseaba, John! Aún en este estado me deseaba, me veía hermosa y yo me veía hermosa en sus ojos. Me vendí. Vendí mi matrimonio, mi felicidad y mi cuerpo por una mirada de deseo. ¡Qué puta más barata he sido! Vendí mi cuerpo por una mirada de deseo...
Elline se dejó caer en la silla, derrumbando sus manos sobre la maltratada madera del escritorio. Unos pocos cabellos que se habían enredado en sus fríos dedos se bañaron en las oscuras aguas de tinta, vino y cenizas estancadas entre los pliegues de la carta. Sus hombros temblaron imperceptiblemente y su mirada se sumió en la triste tormenta de otoño, en el caprichoso devenir de las hojas muertas y en las últimas luces del sol crepuscular.
John se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. No dijo adiós, eso –pensó– sería como manchar con un vulgar trazo, innecesario, un cuadro perfecto ya terminado. No era un cuadro bonito, pero era perfecto, porque estaba terminado.
–¡Espera! –Elline se giró con cansancio y lo miró fijamente. Lo miró fijamente oculta tras los cristales tintados de sus gafas. John no pudo saber si estaba llorando.