TETIS EN EL CEMENTERIO

Llovía ceniza del cielo. Las nubes eran grises y el sol era rojo y frío. La ceniza se amontonaba en la falda de la montaña y, cuando soplaba el viento, caía ladera abajo, deslizándose por la suave y dura roca. 

Una mujer ascendía lentamente la montaña. No vestía más que una sucia y ajada capa, pesada de ceniza y polvo. Su paso era cansado y seguro a un mismo tiempo, como el de una persona que ha recorrido el mismo camino muchas veces y sigue sin querer llegar a su destino. Su piel era blanca como el alabastro y su cabello era del color de la espuma del mar. Curiosamente, no estaban manchados. La ceniza se deslizaba con pasmosa suavidad por sobre su piel impoluta; de hecho, más que deslizarse, parecía modificar conscientemente su descenso para evitar cualquier clase de contacto con aquella extraña mujer. 

No tenía ni una sola arruga en el cuerpo y, sin embargo, había algo en ella que impedía describirla como una mujer joven. Quizás fuera la lenta cadencia de sus movimientos, propios de una persona anciana; o quizás fuera la terrible y profunda oscuridad de sus ojos azules, pero aquella mujer no era joven. Era hermosa, sin duda, de una belleza extraña, atemporal; pero no era una mujer joven, y eso no podía discutirlo nadie. No es que nadie fuera a hacerlo, por supuesto. El mundo había muerto hacía ya muchas décadas, y los únicos seres que aún caminaban por su superficie calcinada eran, muy de vez en cuando, los dioses imperecederos. Imperecederos y terriblemente aburridos. 

La ceniza caía del cielo y una diosa inmortal ascendía cansada la ladera de la montaña. Sus pies descalzos se posaban lentamente, uno detrás del otro, sobre la mullida alfombra de ceniza, pero la ceniza no manchaba su piel argéntea. De repente, se detuvo. Ahí, frente a ella y en mitad de la ladera, se alzaba una especie de altar de roca negra. Sobre el altar descansaba el cuerpo desnudo e inerte de un hombre joven. Su piel era blanca como el alabastro y sus cabellos eran del color del Sol cuando el Sol aún vivía. No tenía ni una sola arruga o mancha en el cuerpo, y la ceniza parecía deslizarse por sobre su piel como evitándola. Tenía los ojos y la boca cerrados, y no respiraba. Parecía una de esas antiguas esculturas de mármol que descansan sobre los sarcófagos de los grandes reyes. Su belleza, incorrupta; su cuerpo, inmaculado. A excepción de su talón derecho. El talón del joven estaba cubierto de polvo, pus y sangre seca. 

La mujer se quedó inmóvil durante un minuto. O quizás fueron horas. Ella no lo habría podido decir, y en el mundo ya no había nadie que pudiera advertir la diferencia. De repente, con la misma brusquedad con la que se había detenido, volvió a andar. Cubrió con andar anciano, inseguro y cansado, los escasos metros que la separaban del altar. Esa última parte del camino no la había recorrido nunca. 

La mujer buscó la mano del joven y la agarró, entrelazando sus dedos con los suyos: blancos dedos y piel blanca, sobre un fondo de fría roca. La mujer se dejó caer lentamente, como levitando, hasta que sus rodillas hendieron el blando asfalto de ceniza. Se quedó ahí, inmóvil, sentada sobre sus talones y con la cabeza gacha, sujetando con ambas manos la mano muerta del joven. Finalmente, como si no quisiera seguir pensando en lo que hacía, levantó la cabeza, detuvo la mirada en el rostro del joven y, con una voz clara y extrañamente dulce, dijo: «sabes, cuando naciste, intenté matarte». 


«Habías nacido mortal, hijo mío, y yo te odiaba. Te odié desde el momento en el que supe que tenía las entrañas preñadas de carne mortal: el vástago mortal de un sucio y cobarde mortal que había osado ponerle las manos encima a una diosa. Sí, ya conozco la historia que debió contarte tu padre. Es la misma historia que se ha contado durante siglos. Pero, ¿quién escribe la historia, hijo mío? Cuentan que Zeus se encaprichó de mí. Ahora lo llaman así, ¿sabes? «Encapricharse». Zeus intentó violarme, punto. Encapricharse… hay que joderse. Pero Zeus no era el único dios que sabía mudar de forma. Mis hermanas y yo ya dominábamos la magia del cambio y la transformación antes de que Zeus se cubriera por primera vez de plumas. De modo que cuando el Cronida intentó forzarme, hui. Sí, hijo mío, no me mires así. Una mujer no hace frente al todopoderoso Zeus. Suficiente desafío ya es cerrarse de piernas. Hui, tomé la forma de una serpiente marina y me refugié en las profundidades del océano, en las estancias de mi padre, Nereo. Pero la suerte es una diosa celosa y yo he sufrido los celos de casi todas las mujeres. Cuando llegué, agotada y asustada a los salones submarinos de mi padre, descubrí que en sus habitaciones se alojaba el hermano de mi insigne acosador: Poseidón. Mi padre debía fidelidad a Poseidón, el señor de todos los mares, y Poseidón, al parecer, compartía los mismos gustos que su hermano. Se encaprichó de mí. Mi padre también debió entenderlo así, como un capricho, quiero decir. Resulta fascinante la rapidez con la que el miedo y la ambición ahogan el amor y confunden la percepción de los hombres, incluso los de un padre. Así que volví a huir. Esta vez adopté la forma de una ballena: a Poseidón no le ponían las gordas. Temis me socorrió. La ciega diosa de la justicia mintió, se inventó una profecía, y advirtió a los dioses olímpicos de que el hijo que naciera de mí sería más grande que su padre. No fue muy original, es cierto, pero cumplió su propósito, y es que, verás, hijo mío, cuando has traicionado y destruido a tu propio padre, el cual, a su vez, había hecho lo propio con el suyo, te vuelves un poco paranoico. Y vaya que si se volvieron paranoicos. Los Cronidas decidieron que lo más prudente era evitar que ningún dios naciera de mis entrañas; así que concertaron mi matrimonio con un mortal. O eso es lo que cuenta la historia. Pero, de nuevo, ¿quién escribe la Historia? ¡Oh, por el amor de Caos, hijo! No me mires así. ¿De verdad llegaste a creer en algún momento que amé a tu padre? Había rechazado al dios de los cielos y al señor de los mares, no tenía ninguna intención de dejar que un sucio y arrugado mortal me pusiera las manos encima. De verdad, no sé en qué debían estar pensando esos dos cuando enviaron al paleto de Peleo a mi isla. Pobre desgraciado… el muy ingenuo fue a raptar una bella ninfa de los mares y se encontró con un dragón escupe fuego. ¡Oh, cómo disfruté de aquel momento! Aunque creo que a tu padre nunca más volvieron a crecerle las cejas. En cualquier caso, Peleo escapó de la isla con el rabo entre las piernas y cubierto de ampollas. Pero a Zeus se le había agotado la paciencia: a sus ojos, mi cuerpo había dejado de ser el objeto de un capricho lascivo, para convertirse en una fábrica de armas de destrucción masiva. Así que envió a sus hijos, a Ares y a Hermes, para someterme. Hermes intentó atraparme, me persiguió volando con esas ridículas sandalias suyas, pero conseguí zafarme, me transformé en guepardo y hui una vez más. Ares no tuvo tantos miramientos, me dio una paliza. Me golpeo una y otra vez, hasta que no pude siquiera respirar, no digamos ya utilizar mi magia. Peleo se cobró con creces la humillación sufrida. Me pegó, aunque después de la brutal paliza que me había propinado el dios de la guerra, poco era el daño que podía hacerme con sus cortas patitas. Y, aun así, consiguió hacerme daño. No recuerdo cuantas veces me violó, pero supongo que fueron más que suficientes para dejarme preñada. Eso era lo importante, ¿sabes? Que mis entrañas engendraran una criatura mortal. Porque, verás, hijo mío, cuando una diosa concibe con un mortal, ya no vuelve a tener hijos divinos. Así funciona este cruel mundo de dioses y hombres, en el que incluso las diosas se estropean con el uso. Reconocí mi maldición en cuanto te sentí creciendo en mi vientre; supe que estaba condenada a verte morir, a ti y a todos los hijos que tuviera. ¿Sabes lo que eso significa para una mujer, hijo? No, por supuesto que no, no puedes saberlo. Pero, verás, una madre, mortal o inmortal, jamás debería ver morir a sus hijos. No, tú no eras mi hijo, eras una maldición; un tumor, un parásito que crecía en mi vientre alimentándose de la divinidad de mis hijos nonatos. Decidí que no vería morir a ningún hijo mío. Tampoco a ti. Me golpeé, dejé de comer y bebí suficientes venenos como para acabar con cien minotauros, pero, irónicamente, mi naturaleza inmortal te protegió; al parecer, mientras estuvieras dentro de mí, nada podía hacerte daño. Finalmente, y a pesar de todos mis esfuerzos, acabé dando a luz. No te voy a mentir, no sentí ningún arrebato de amor maternal cuando te tuve por primera vez entre mis brazos. No, hijo, no, todo en ti me pareció feo. Después de todo, querido, eras terriblemente mortal. Aunque Peleo no se fiaba de mí, consintió en que te amamantara; después de que el bruto de Heráclito estuviera a punto de arrancarle un pecho a la pobre Hera, entre los mortales se creía que la lactancia divina confería a los hombres una fuerza sobrehumana. Valientes ignorantes. Una noche, después de darte el pecho, me transformé en serpiente, en león y en tigre, y maté a todos los guardias del palacio de Peleo, o quizás a todos sus habitantes, la verdad es que no lo recuerdo, pero bueno, ¿a quién le importa eso ahora? Bebí. Me lo bebí todo: vino especiado de Esciro, cerveza egipcia y licor persa, también unas cuantas botellas de ambrosía que aún guardaba de mis felices bodas con Peleo. Entonces te oí llorar, me acerqué a tu cuna y te vi ahí, tan rojizo, tan vulnerable y tan… tan terriblemente mortal. Invoqué a Hécate, a Pitón y a Medusa, y a Medea. Medea… valiente bruja sin corazón. Derramé la botella de ambrosía sobre tu patético cuerpecito, conjuré al fuego y lo arrojé sobre tu cuna. Y me quedé ahí, de pie, con los brazos colgando y la mirada perdida en las llamas que poco a poco iban devorando tu piel. Así me encontró Peleo cuando irrumpió como un torbellino en la habitación, te agarró del talón derecho y te sacó de un tirón de la cuna en llamas. Supongo que el resto de la historia ya la conoces. Las llamas y la ambrosía quemaron tu piel mortal, volviéndote invulnerable. Quién sabe, si tu padre no te hubiera sacado cuando lo hizo de la cuna, quizás hoy estarías vivo. Aunque tal vez sea mejor así. Después de todo, tu madre está loca y este mundo está muerto». 


Sin soltar las manos del joven, la mujer se tendió sobre el altar de roca negra y se acurrucó junto a su cuerpo inerte. Envolvió con sus pies inmaculados el pie derecho del joven, enverdecido y supurante, y lo acarició con unos pequeños dedos que parecían perlas, limpiándolo de polvo, pus y sangre seca. La mujer cerró los ojos y comenzó a cantar suavemente una canción de cuna: «aléjate de las orillas, chiquillo loco, aléjate del agua, de las olas y del viento. ¡Tierra adentro, tierra adentro! Aléjate de las orillas, chiquillo loco, aléjate del mar, de los caballos y del viento. ¡Tierra adentro, tierra adentro!».

Llovía ceniza del cielo, caía lenta y continua a ambos lados del altar negro, parecía modificar conscientemente su rumbo, como si temiera estropear la belleza almidonada de los dos cuerpos que descansaban, inmóviles, sobre la oscura superficie del altar: Tetis, la de los pies argentos y Aquiles, el de los pies ligeros. 


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