EL HOMBRE FRENTE A LA MUERTE

“… si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios —o del demonio—, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema.” –Federico García Lorca.

Creí que este ensayo sería más sencillo de afrontar, que la práctica y la libertad harían las veces de lazarillos honestos en los que podría confiar. Ahora mismo, sin embargo, me descubro aún demasiado joven: perdido en la inmensa libertad, como Ismael fuera del agua. No puedo dejar de echar de menos la seguridad y las pautas de la rígida carretera académica. De nuevo, estoy envuelto en esa infinita nebulosa de mundos y palabras (más infinita esta vez si cabe), y sólo tengo como guía la dudosa luz de una pregunta, de una cuestión en la que –¡maldita libertad!– no puedo confiar completamente. Comparezco ante el tribunal de Wilde, Conrad y Kafka, y –siendo testigo– me atrevo a exigirles que respondan a mi pregunta: ¿Quién es el hombre? Consciente del peligro (o audacia) que supone el interrogar tan directamente a los grandes autores de la literatura contemporánea, y de que estoy corriendo el riesgo de poner voces extrañas en sus plumas, intentaré hacer un especial esfuerzo en atender únicamente a las palabras que encierran sus relatos.

¿Qué es el hombre? A lo largo de la Historia los grandes filósofos se han aventurado a dar respuesta a esta pregunta. Sin embargo, a todas las posibles soluciones les ha esperado siempre el mismo y fatal destino: engrosar las tropas combatientes de esa eterna batalla que Kant llamó “Metafísica”. Del conflicto resultante sólo se ha alzado un estruendo aún mayor de dudas e interrogantes. Perdida la fe en la sola razón, quizás podamos practicar una nueva religión y depositar nuestra confianza –como hicieron en su momento los idealistas alemanes– en la divina intuición de los poetas.

Resulta verdaderamente sorprendente (quizás por su sinceridad) el método que emplean los grandes aedas de la prosa contemporánea para desentrañar la esencia del ser humano. “¿Quieres saber qué es el hombre? –me preguntan McCarthy, Wilde y Huxley– Pues enfréntalo a la muerte.” No puedo negar el valor y la hombría de estas pocas personas que, en su afán de conocer, osan llamar a la puerta de la mismísima Muerte. Sin embargo, como los filósofos no consiguen ponerse de acuerdo, y sólo los poetas me indican un sendero, no me queda otra opción que caminar al lado de esta peligrosa compañera si pretendo descubrir la verdad acerca del hombre.

En su novela La carretera, Cormac McCarthy sitúa a un padre y a un hijo en un mundo de cenizas y sombras, de frío, oscuridad y aguas tóxicas. Nada en esta tierra desolada goza del más mínimo vestigio de vida, todos los elementos que la componen no son sino abortos de un cementerio sin cipreses. El novelista americano enfrenta a los dos protagonistas de su relato a una naturaleza muerta, a la “muerte de la Naturaleza”. Enfrentándose al vacío abisal de un infierno polvoriento, padre e hijo se esfuerzan por sobrevivir, por aplazar el pago de una vida que parecen tener de prestado. Buscan en vano el sur, el calor, el agua, el mar… síntomas vitales que hace tiempo abandonaron el frío cadáver del mundo.

“Abrazó al chico que tiritaba y contó cada frágil respiración en medio de la negrura”, en lo extremo de la situación, un padre protege y calienta el cuerpo de su hijo, en un fútil intento por conservar la vida que se escapa por cada poro de su temblorosa piel. La vida. Al filo de la muerte, el hombre se da cuenta de que –si es algo– es vida. Pero también podemos aprender algo más de la realidad del hombre a través del desesperado viaje de esta reducida familia: el hombre es vida, mas no es vida autónoma, pues necesita de algo más para poder conservarla: necesita de la Naturaleza. Por triste y cruel que pueda parecer, lo cierto es que el viaje de los protagonistas de La carretera es en vano. En una Naturaleza muerta, la vida que se posee es una pálida caricatura de lo que una vez fue; es un espectro, una farsa... El hombre no es solo un ser viviente, sino que es parte de la Naturaleza, es una naturaleza viviente. Ambos conceptos –vida y naturaleza– comparecen inexorablemente ligados cuando afirmamos que el hombre es un animal. Vivir significa sentir el frío del viento en la cara,  el roce de la arena en los  pies, el latir del corazón o la firmeza del abrazo de un padre sobre los hombros. Todo lo demás puede existir, ser… pero nunca vivir.

           “¿Qué hay al otro lado”

           “Nada.”

           “Algo habrá, ¿no?”

           “Quizás un padre y su hijo sentados en la playa.”

           “Eso sería bonito.”

           “Sí. Sería bonito.”

Si dijera que ante la experiencia de mal descubrimos quienes somos, sería expulsado con toda probabilidad de la corte de los filósofos. Sin embargo, contemplando la vida que en La carretera, no puedo dejar de pensarlo como cierto. Es ante la muerte del mundo donde el hombre se da cuenta de hasta qué punto “es el mundo”; y es al enfrentarse a la inmensa soledad de una ciudad deshabitada donde el hombre se da cuenta de lo que la ciudad significaba, de la realidad social de su ser. En la experiencia del mal, en la experiencia de la nada del mundo y de la sociedad, el hombre descubre aquello que le falta; como si las ruinas de la ciudad y las cenizas del aire formaran un inmenso retrato que reflejara los defectos del hombre (entendiendo defectos como ausencias del ser). “Quizás un padre y un hijo sentados en la playa.” “Eso sería bonito.” “La belleza es la otra cara de la verdad” –murmura la Peregrina de Casona. Es bonito, porque es verdadero. La ausencia de sociedad no es algo que les falte al padre y al hijo como a mí me pueda faltar un bolígrafo, sino que es una ausencia esencial: “...cada cual el mundo entero para el otro.” Ningún tratado de filosofía puede recoger mejor qué significa ser hombre que el eco de esas palabras deshaciéndose en la niebla de La carretera. En un mundo que está muerto y en una sociedad inexistente, el calor del cuerpo del padre es para el hijo la única naturaleza; y los tristes sueños que escapan de la boca del hijo, son el único signo de reconocimiento, de sociedad, que puede vivir el padre.

“Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso (...) entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.” A diferencia del relato de McCarthy, donde naturaleza y sociedad son un recuerdo, en el mundo de Moby Dick, existen en exceso. En el primero, el hombre descubre lo que es al confrontar el vacío de un cosmos que le susurra constantemente lo que no es; en el segundo, por el contrario, el hombre –Ismael– se encuentra perdido en una avasalladora vorágine de civilización. En el exceso, la verdad también se esconde. Me atrevería a afirmar que es más peligroso la abundancia de Un mundo feliz que el silencio de La carretera. Pues ante la ausencia de todo, el solo deseo del hombre es conseguir aquello que le permita preservar el ser: “lo que más le preocupaba eran los zapatos. Eso y qué comer.” Mientras que, ante la exuberancia de bienes y placeres, el hombre puede desvanecerse entre una bruma de mil elecciones frívolas y encontrarse de pronto parándose “ante las tiendas de ataúdes”. La verdad, se manifiesta resplandeciente en medio de La carretera. Sin embargo, creo poder decir con seguridad que todos preferimos perdernos en el caótico mundo de Ismael. ¿Por qué? Porque la verdad que dibuja McCarthy sobre el asfalto de La carretera es un fantasma; padre e hijo la ven con toda la clarividencia que proporciona la necesidad al alma, pero no pueden tocarla, no pueden aprehenderla. En Moby Dick, por el contrario, la verdad camina oculta en el frenesí de la vida y sólo algunos pocos como Ismael saben dónde encontrarla. En lo primitivo del viento y en la pureza del agua, el protagonista de Melville aprende a disfrutar de una naturaleza de la que es parte, a deleitarse en los placeres de su corporalidad: en “el sano ejercicio y el aire puro del castillo de proa”. Y el trabajo en la nave le revela a su vez lo que significa su ser social: el aunarse conjuntamente con otras personas en la consecución de un fin común. Es interesante la diferenciación que hace Ismael entre los tripulantes y los pasajeros: los segundos pagan para ser parte del barco, mientras que los primeros son pagados por serlo. Haciendo de estas palabras un mito, podemos aproximarnos a la naturaleza social del ser humano: aquellos que son parte de la sociedad, son recompensados (son pagados), reciben algo por el solo hecho de serlo; mientras que, por el contrario, aquellos que se aíslan de la misma pierden algo que les es propio (tienen que pagar).

Guiados por la compañera de los poetas hemos asistido a la muerte del mundo, y hemos reflexionado frente al negro lienzo de su ausencia sobre dos aspectos del ser esencial del hombre: su alma social y su naturaleza corporal o vital. No obstante, aún quedan cientos de preguntas sin respuesta combatiendo en el pandemónium de la ignorancia. ¿Son conciliables sociedad y naturaleza? ¿Predomina una sobre la otra? ¿Es superior la sociedad al individuo? En mi ignorancia, sólo puedo cerrar los ojos, aferrarme con fuerza al brazo de la Muerte y dejar que sea ella quien guíe mis pasos sobre el campo de batalla.

“...se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo natural”. En el Mundo feliz, la sociedad se ha apoderado de toda la naturaleza, incluida la del propio ser humano. El cuerpo, la vida y el individuo se subordinan a un orden impuesto que persigue un fin reducible al “soma”, la droga del placer: “su vida temporal se acortará, pero piensa en la intensidad del sueño.” Los ciudadanos de esta distopía viven inmersos en un “infantilismo civilizado demasiado fácil”. La facilidad, el placer… estos son los fines que persigue la sociedad tan meticulosamente descrita por Huxley. Excluyendo de la participación social y manipulando a voluntad los cuerpos de gran parte de la población, un reducido grupo de gobernantes controlan una humanidad que ha quedado reducida a una compleja maquinaria; dónde el ser de cada individuo se define por su trabajo: solo quedan Epsilones, Deltas hembras y enanos Gamma-más. ¿Es la sociedad superior a la naturaleza? No, precisamente porque el hombre es parte de la naturaleza y lo social es lo natural en el hombre. Me explico. Como nos enseñaba La carretera, si el hombre destruye el mundo, se destruye a sí mismo. Pero también si adopta el papel del pasajero en lugar del puesto de tripulante que le corresponde; si sacrifica su libertad en el altar de un poder total y absoluto; si se despoja de esa responsabilidad como ciudadano que le es tan esencial en él como es su propia vida; persiguiendo con ese holocausto bienes efímeros como son el placer, la comodidad o la gloria… también entonces se destruye. Su humanidad queda alineada, reducida a una función que no le pertenece sino que le es impuesta. “¡Qué brillante destino de un pueblo ser el imperio de semejante emperador! (...) ¿Que hay más grande?” –pregunta Marius entusiasmado.  “Ser libre –respondió Combeferre”.

Habiendo aclarado en la medida de lo posible que el hombre es naturaleza y sociedad, llega el momento de dar la palabra a una pregunta que he silenciado ya demasiado tiempo: ¿qué papel juega el alma en el teatro de lo humano? Sin traicionar la máxima funeraria que ha gobernado este discurso, trataré de dar una respuesta a esta cuestión acudiendo a un maestro del vivir: Oscar Wilde.

“De la misma manera que había matado al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba (...) Acabaría con aquella monstruosa vida del alma…” Donde antes se enfrentaba a la muerte del mundo, en El retrato de Dorian Gray, el hombre se ve obligado a confrontar la muerte del yo. ¿Qué significa el retrato en la novela de Wilde? ¿Qué verdad oculta tras los óleos? ¿Cuál es el poder diabólico del encantamiento? Si nos fijamos en los efectos que despliega el ingenuo deseo del joven señor Gray, descubrimos que la magia del lienzo preserva a Dorian de todo rastro de corrupción física, corrupción que no se reduce únicamente al envejecimiento, sino también a cada mancha de pecado y vicio. De este modo, nuestro hermoso protagonista conserva en todo momento la inocencia de un niño adolescente, mientras que la pintura va transformándose en su lugar, asumiendo las consecuencias de su naturaleza caída. Podríamos decir que Dorian vuelca su alma en el retrato. Esta idea va en la línea de la percepción que la cultura popular y la literatura fantástica tienen del alma, la imagen que novelas como El Señor de los Anillos o Harry Potter muestran de ella. El alma es lo soberbio en el hombre, lo que verdaderamente es, el núcleo que concentra todas sus bondades: todo lo bueno es el alma. Además, comprenden el alma como una sustancia que es separable e independiente del cuerpo; es decir, no sólo es el hombre, sino que no necesita del cuerpo para serlo. Los antagonistas de las novelas de fantasía, los “señores oscuros”, son siempre hombres que han renunciado a su alma, que la han partido, troceado, encerrado y forjado en distintos objetos… alcanzando con ello la inmortalidad, pero transformándose también en seres terribles e inhumanos. El origen de esta concepción del alma es muy anterior a Rowling. Podemos remontarnos al mismísimo origen del mundo: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente.” Pero es Descartes, el gran racionalista, quien ha conseguido que esta idea germine en la mente de una sociedad que ya no lee la Biblia. Creo sinceramente que la verdad que esconde la magia del retrato va más allá que la que pueda haber en ningún anillo de poder.

Wilde comprende con mucha más clarividencia que el hombre es una unión sustancial de cuerpo y alma. No es solamente alma, ni es únicamente cuerpo: sino que es una conjunción única de ambas. Tal y como enseñaba el Estagirita, el hombre es un cuerpo viviente, un animal, y el alma o ánima es aquello que lo anima, que lo mueve, pero sin ser ésta una sustancia distinta al cuerpo. El encantamiento del retrato despoja a Dorian de su cuerpo, de su naturaleza, al no permitirle envejecer, pero también al borrar los estigmas y las cicatrices del pecado. El mal –al igual que el bien– se realiza con el cuerpo, los hombres matan, roban, trabajan, aman y perciben la belleza a través de sus cuerpos y sentidos, y estas acciones, junto con todas las que llevamos a cabo en cada momento de nuestra vida, configuran nuestro ser: transforman todo lo que somos, nuestro cuerpo y nuestra alma, para bien o para mal. La irresponsable actitud que muestra nuestra sociedad hacia el cuerpo –propio y ajeno–, el tratarlo como un objeto del que puedo disponer a mi antojo, sin miedo a que altere lo más mínimo “lo que soy”, es la gran ilusión, la etérea mentira y la enfermedad mortal del hombre moderno. Dorian es autor de un homicidio terrible: la muerte del yo. Pero ese crimen lo comete en la flor de su ingenuidad, al desear que fuera el retrato y no él quien se corrompiera. Al renunciar a su naturaleza corporal, Dorian asesina a todo su yo –cuerpo y alma–. De manera que –en un principio–  no puede conocerse sin mirar el retrato, y llega un momento en el que –habiendo realizado ya tanto mal– no puede querer reconocerse en ese “otro”, ese “espejo injusto” que debería ser su alma. La realidad del ser corporal del hombre acontece también de forma radical en El país de los ciegos cuando Núñez, deseando ser miembro de una sociedad que no lo acepta, es tentado por ésta a quitarse los ojos para poder casarse con la mujer que ama: “Son mis ojos lo que tú has conquistado”, “mi mundo es la vista”. “La eternidad estaba en nuestros ojos y en nuestros labios” –piensa John, citando a Shakespeare, en El mundo feliz.

Para devolver al cuerpo el lugar que le corresponde en la verdad del hombre me he visto obligado a tratar con muy poca elegancia al alma, reduciéndola a un mero principio del movimiento, a un alma animal. ¿Es, efectivamente, el alma humana distinta a la animal? La respuesta la anticipamos al contemplar el desolado paisaje de un mundo muerto. Hace falta, sin embargo, acudir a un tercer funeral para desenterrar completamente la esencia del alma humana: es preciso que  –junto con Nietzsche– guardemos luto por la muerte de Dios.

“Lo adoraban (...) Llegó a ellos con truenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nada semejante… nada tan terrible.” El misterioso protagonista de El corazón de las tinieblas se presenta ante los salvajes del Congo como una figura divina y, lejos de sacarles de su error, el oscuro señor Kurtz abraza esa adoración como si efectivamente se le debiera: “...no era un ser común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudimentarias con los ritos de brujería que organizaba en su honor.” No es la primera vez que un hombre sueña con ser Dios (“Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Hacía la historia y la escribía.”) ¿De dónde surge ese descabellada aspiración, sino de un deseo de lo infinito? El hombre posee –junto a una aptitud de conocer que parece no tener límites– una voluntad capaz de quererlo todo. Pero también confunde muchas veces el deseo de tener con el de ser; lo cual no deja de ser un error legítimo, pues está inscrito en la misma esencia del amar que el amor es querer tener al ser amado siendo él, en la medida de lo posible. Son la voluntad infinita, ese insaciable deseo eternamente en acto, y el entendimiento, aquel poder de conocer siempre más, lo que revelan la esencia del alma humana: un alma racional, principio de aquellas facultades del hombre que su corporalidad no termina de explicar. 

El deseo de ser Dios es una enfermedad que corrompe la noble tendencia que el hombre tiene a la divinidad, y que se descubre fatalmente en el momento en el que se enfrenta con su propia mortalidad. “¡Ah, el horror! ¡El horror!” ¿Qué significan las enigmáticas palabras que el señor Kurtz grita en su agonía final? ¿Quizás el hombre que se creía Dios ha tenido una experiencia trascendental de su eterno y fatal destino? ¿O tal vez el hechizo de la muerte le ha permitido volver a “vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega”? Sea cual fuera la revelación que tuvo el oscuro nigromante, lo cierto es que la muerte nos revela a todos un mismo secreto: que a pesar de que gozamos de un alma que se atreve a tocar lo infinito, el ser humano es también un cuerpo material que perece. Da igual cuántos filósofos protesten contra la muerte, armados con todas las razones de la inmortalidad del alma; los poetas saben que esa consejera que les ha susurrado tantas verdades al oído vendrá algún día a llevárselos a su reino desconocido: “morir, dormir… ¡Tal vez soñar!” Pero, ¿vivir?… vivir sólo lo puede Dios.

 

 

 

Previous
Previous

TETIS EN EL CEMENTERIO

Next
Next

JERUSALÉN