Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

VIVIR DE LA FILOSOFÍA

“Caminante, no hay camino, se hace camino al andar” 

–Antonio Machado

El objeto del presente ensayo es clarificar, en la medida de lo posible, una pregunta de carácter existencial. Adoptando para ello un enfoque pragmático. 

Como todo problema existencial que se precie de ser tal, éste también comienza con las tres mismas palabras: “érase una vez…”

Érase una vez un estudiante de filosofía y derecho que estaba cursando su tercer año de carrera. Se trata de un doble grado que dura cinco años y nuestro querido estudiante estaba pasando por un proceso que podríamos llamar “la crisis del ecuador”. Derecho o filosofía, ésa es la cuestión. Pero resulta que el ambicioso estudiante también pasaba muchas horas en teatros, museos, debates y escenarios de toda clase, y no pocas personas que él respetaba le instaban a proyectar una carrera profesional por ese tortuoso sendero. Derecho o filosofía o teatro, ¡demasiadas cuestiones!

Lo cierto es que lo quería todo, y el eco de las palabras de un querido profesor resonaban en su memoria más como una meta que como un consuelo: “contentos pero insatisfechos”. 

Vivimos en una sociedad contradictoria en muchos aspectos. Por un lado, premia con creces a esa figura que podríamos denominar “el lobo de Wall Street”, al tiempo que lo viste de reproches y críticas; mientras que, por otro lado, elogia y sublima la actividad del profesor, del intelectual y del artista, y, sin embargo, lo condena a una condición que si no es de miseria, tampoco es de la abundancia de la que goza el primero. 

El problema del dinero. Muchos compañeros me tacharán de frívolo o superficial por preocuparme del vil metal, pero se equivocan al despreciar a tan “poderoso caballero”. Como enseñaba El Gatopardo: “solo los señores han alcanzado algo que estaba reservado a los santos: despreciar los bienes terrenales, aunque sólo sea a fuerza de poseerlos”.

 Por otro lado, mi condición de hijo pródigo me sitúa en una posición de deudor con mi futuro y, especialmente, con mi futura, esperada e hipotética familia. Ni santo, ni rico y deudo de mi futuro, sería una insensatez hacerle ascos a “don dinero” y a aquella carrera de leyes y excels que con tanta seguridad me situaría bajo su manto protector.  

La pregunta a la que nos enfrentamos es la siguiente: ¿se puede vivir de la filosofía? ¿Se puede vivir de la cultura? O si, por el contrario, debemos abandonarlas sobre el sofá del salón,  relegarlas al descanso dominical tras una dura semana de oficina.  

Esa misma sociedad contradictoria, que con tanta sutileza nada entre el relativismo cultural, el pragmatismo materialista y el romanticismo, nos exhorta incesantemente a “cumplir nuestro sueño”, “a ser lo que somos…” La felicidad era esto. Pero cómo saber “qué es lo que somos”, si no podemos distinguir el bien del mal sin ofender a nadie. Parece que el único legitimado por lo políticamente correcto para guiarnos en las decisiones más importantes de nuestras vidas es ese impulso romántico, esa emoción subjetiva tan cambiante e inestable como la sociedad que la ha engendrado. 

Por otro lado, todos tenemos la experiencia de que, al vernos obligados a dedicar tiempo y energía a una actividad que no nos gustaba en un principio, acabamos cogiéndole bastante cariño e, incluso, acaba convirtiéndose en una pasión. Por eso tampoco me sorprendí excesivamente cuando, leyendo al doctor Javier Schlatter, me topé con la afirmación de que podemos educar nuestros gustos; que podemos elegir qué queremos y, efectivamente, quererlo.

¿Podemos vivir de la filosofía y la cultura? ¿O debemos educar nuestra voluntad para que ame aquello que ahora no nos gusta pero que nos asegura vivir? ¿Qué camino elegir? Y, si no podemos confiar en el devenir del impulso romántico, ¿dónde encontrar la respuesta? 

“La ambición –afirmaba Cómodo– se convierte en virtud cuando nos conduce al éxito”. El éxito. El hombre ambicioso alcanza “la virtud”, la ilusión de la felicidad, cuando consigue el éxito. Sin embargo, el éxito es algo ajeno a su trabajo, un objetivo, una meta. El amor es diferente, no en vano decimos que se “hace”. El ambicioso sólo es feliz al alcanzar aquello que ambiciona; el amante, por el contrario, se realiza en el acto mismo de amar: su objeto y su actuar son uno mismo. Podríamos decir, utilizando una terminología más filosófica, que la ambición es una acción transeúnte, mientras que el amor es inmanente.

Tenemos pues la primera clave para elegir un camino: ama lo que haces. Qué original, ¿no? Lo que quiero decir es que no podemos situar el objeto de nuestro trabajo fuera de él, no podemos depender del éxito o del dinero para disfrutar de nuestro trabajo y, si lo hacemos, es que no lo amamos realmente.  

Pero aún nos queda por saldar la deuda del “hijo pródigo”: la responsabilidad que tenemos con nuestro futuro. Si la filosofía no basta para saldar esa deuda, ¿podemos abandonar la vocación amada, tomar otro camino aunque su destino sea ajeno a él y, no obstante, ser felices? Quizás. Tal vez, si ese otro objeto es más elevado que el trabajo mismo, sí pueda saciar la infinita sed de querer de nuestra voluntad. El dinero y el éxito son alimentos perecederos; pero la dicha de una familia, el bienestar de los hijos, padres y cónyuge… quizás entonces merezca la pena sacrificar esa dimensión de nuestra existencia que es el trabajo. 

Tras esta breve reflexión, parece que nuestro “érase una vez…” se ve abocado a cuatro finales muy distintos: 

  1. El ambicioso: “…y pasó el resto de sus días envuelto en una serie de rituales contables que consiguieron preservarle de la infelicidad”. 

  2. El padre de familia: “…sin amar su trabajo, amó mucho –no por su bien– sino por el de muchos. ¿Puedo decir que fue feliz? No lo sé. Lo que sí sé es que comieron perdices. Y comieron todos. 

  3. El ermitaño: “…vivió solo. Amó su trabajo y comió poco, siendo joven; y mucho, quizás, siendo ya mayor. ¡Quién sabe! En cualquier caso, ya era demasiado tarde…

  4. El insensato: “…fue y fueron felices y comieron todos perdices; o, tal vez, fue y fueron felices y se murieron todos de hambre; o, también cabe la posibilidad, de que fueran todos infelices y se murieran de hambre.

¿Se puede vivir de la filosofía? ¿Quieres? ¿Qué riesgos estás dispuesto a asumir por ello? ¿Qué estás dispuesto a sacrificar? Se trata de una respuesta personal, tan existencial como la pregunta que intenta responder. No hay una solución mágica. 

O quizás sí. 

Cuentan las leyendas que existe un antiguo manuscrito, custodiado por sabios nobles de oscuras capas y caras pálidas, en el que está inscrita la fórmula para escapar del incierto destino del filósofo. Yo he leído este pergamino, amigos míos. No os diré cómo, ni cuándo. Sí os diré, sin embargo, lo que en él estaba escrito.

Tan solo dieciocho caracteres dibujaban la sencilla pregunta y la genial respuesta que recogen el misterio de la felicidad.

¿Cómo vivir de la filosofía?

Educando tu corazón para que pueda amar (y enamorar) a una mujer rica


Read More
Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

OTRO OTOÑO

 –Te marchas.

–Sí.

–No era una pregunta –dijo Elline suavemente, con un deje melancólico en la voz, pero sin rastro de rencor u odio. Aún destilaba cierta calidez. Era una voz otoñal.

John detuvo su mirada en la mujer a la que una vez había amado, que aún amaba, aunque no quería reconocerlo. Ya no era bonita, apenas podía verla, oculta como estaba entre las sombras del salón; su perfil recortado por la decadente luz parda que reflejaban las paredes de piedra. 

John se percató de que, a pesar de que el invierno acechaba en las montañas y el sol se estaba poniendo, Elline lucía sus gafas de sol. Una sonrisa coloreó el triste lienzo que era su rostro: “una mujer siempre debe llevar gafas de sol cuando contempla un atardecer –solía decir Elline–, así el Sol no sabe que estás llorando”. Siempre decía cosas sabias, Elline.  

–Tú nunca haces preguntas –contestó John–. Lo había olvidado. Siempre tienes todas las respuestas.

–¿Está siendo un otoño muy tranquilo verdad? –preguntó de repente Elline.

–Sí, creo que…

–Sí, sin duda está siendo un otoño muy tranquilo –le cortó Elline, distraída–. Es bueno que el año se despida así, tranquilo. Sin huracanes ni tormentas, truenos o gritos. Sí, es mejor que no haya gritos; tampoco huracanes. Los huracanes lo destrozan todo y dejan todo desordenado; y si las cosas se rompen o se desordenan, luego hay que repararlas y ordenarlas. Yo no tengo fuerzas para arreglar ya nada, John. 

Silencio.

–Y a ti, John, ¿te quedan fuerzas?

Él negó con la cabeza pero Elline no podía verlo, perdida como estaba, observando, a través de unos cristales tintados, otro crepúsculo.

–No, claro que no tienes fuerzas –tenía todas las respuestas, Elline–. Harías el favor de darme fuego –ordenó más que pidió, mientras colocaba un cigarrillo de papel marrón en una boquilla de nácar. John cogió el encendedor que había en la repisa de la chimenea y ayudó a Elline a encenderse el cigarrillo que sujetaba en su mano derecha. No se miraron. Elline dio un par de largas caladas, saboreando más el nácar que el tabaco, y volvió su mirada hacía la ventana, apoyando sus brazos sobre el escritorio de madera oscura. Con las uñas de marfil dio un par de golpecitos a una copa de cristal. El fondo de la copa estaba manchado de oscuro.

–No deberías fumar, Elline. No después de lo que has pasado. 

Elline no contestó, se llevó el cigarro a la boca y dio una larga calada. Sus dedos temblaron por un momento y un poco de ceniza cayó sobre la carta que minutos antes había estado leyendo. Y releyendo, una y otra vez. 

John se quedó quieto, a la espera. La esperaría una última vez. Le debía eso, al menos –pensó–. Permaneció así, inmóvil; contemplando la caída de las hojas de un almendro del jardín. 

–Son feas, ¿verdad? –continuó Elline sin compasión–. Las hojas.

John no se molestó en contestar. Pero sí, sin duda, era un triste espectáculo.

–Quién te lo iba a decir, ¿eh? Hace unos meses resplandecían bañadas en las lágrimas de la primavera, eran jóvenes y estaban llenas de color y de vida. Engalanadas de plata y rosa temblaban lúbricas e inseguras bajo las caricias del viento. Fíjate ahora, apenas han pasado unos días desde entonces y ya no son las mismas. No puedes contemplarlas igual, aunque quieras. No puedes. Son viejas. Ya no hay pétalos de marfil, ni húmedas flores sin abrir, sólo unas hojas oscuras y arrugadas, como los labios de un muerto que ni el viento se digna rozar. Caen solas, lánguidas, al vacío… y ¿de quién es la culpa?

–No lo sé –contestó John–. Prefiero no hacerme esa pregunta.

–¡Es suya! –le espetó Elline, aunque John no sabría decir si se dirigía a él o a las hojas que, ajenas a la crueldad de su destino, seguían cayendo–. ¡Porque son feas! Son feas, feas, feas… Esa es su culpa. Tendrían que haber conservado su color siempre. Ahora ya es tarde y mueren. Mueren solas. Porque son feas.

Hubo un momento de silencio. Elline intentó recuperar la serenidad y se evadió de nuevo tras las sombras de sus gafas. John, esta vez, se fijó en ella. Sus labios temblaban. No se los había pintado. Se percató de que presentaban un feo color gris, como el de un coral muerto. John nunca había visto un coral muerto. 

–Perdóname John, lo siento. Lo siento de veras. Mamá siempre decía que era muy masculina. Quizá sea porque los hombres siempre tienen la razón. O, al menos, parecen tenerla; aunque sólo sea a base de gritar más alto. Tú nunca has sido muy masculino, John. Te lo agradezco. 

Elline abrió un cajón del escritorio y sacó una botella de cristal oscuro. Unas pocas motas de polvo se desprendieron del vidrio, deslizándose entre sus dedos de alabastro. John se fijó en la botella, apenas quedaba suficiente vino para llenar una última copa. Se sorprendió. Era el vino de “el español”. No sabía que Elline lo había guardado tanto tiempo. Sin duda, estaría ya agrio. 

“El español”. Nunca había preguntado su nombre, sólo sabía que era español y que, al irse, lo único que había quedado tras él era ese vino rojo como la sangre. Era un vino muy característico.

–¿Cómo se llamaba?

–¿Acaso importa? Nunca supiste hacer las preguntas adecuadas, John. No te culpo. Sé que yo nunca pude suscitarlas. Pero no preguntes su nombre, por favor. Una cara sin nombre es un fantasma, un deseo. Una promesa. Eso es lo que ha sido y es lo que tiene que seguir siendo. Lo que será siempre.

–Quizás la pregunta adecuada hubiera sido por qué –siguió Elline, implacable. Dio un par de sorbos a la copa–. Sí, esa es la pregunta adecuada.

El vino manchó sus labios y, por un momento, pareció que habían recuperado su antiguo color. Esa era la ilusión. Otra promesa vacía construida por los oscuros encantos de ese hombre. Elline alzó la copa frente a sus ojos y contempló el vino mientras la agitaba con suavidad. Se quedó así, perdida en su oleaje carmesí, como si pudiera recuperar en el amargo elixir los fragmentos de aquella promesa perdida.  

–Sabía que no era real, John. Lo supe desde la primera mirada… ¡Pero sí era real aquella mirada! ¡Sí que lo era! –Elline se pasó los dedos por el cabello, no fue un gesto femenino ni delicado, sino feroz. Por un momento John temió que fuera a tirar del cabello muerto de la peluca hasta arrancársela. 

–Lo entiendo Elli… –intentó decir, John, sereno.

–¡No quiero que me entiendas! –gritó Elline levantándose violentamente y golpeando con los puño el escritorio. La copa se cayó y derramó lo que quedaba del vino sobre la carta. Su carta, se percató con tristeza John. El apagado negro de la tinta corrida se diluyó en el rojo del vino. 

–Sabía que nunca me querría, que no me amaría como tú me has amado, como me quisiste al menos hasta… ¡Pero sí me deseaba, John! Aún en este estado me deseaba, me veía hermosa y yo me veía hermosa en sus ojos. Me vendí. Vendí mi matrimonio, mi felicidad y mi cuerpo por una mirada de deseo. ¡Qué puta más barata he sido! Vendí mi cuerpo por una mirada de deseo...

Elline se dejó caer en la silla, derrumbando sus manos sobre la maltratada madera del escritorio. Unos pocos cabellos que se habían enredado en sus fríos dedos se bañaron en las oscuras aguas de tinta, vino y cenizas estancadas entre los pliegues de la carta. Sus hombros temblaron imperceptiblemente y su mirada se sumió en la triste tormenta de otoño, en el caprichoso devenir de las hojas muertas y en las últimas luces del sol crepuscular. 

John se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. No dijo adiós, eso –pensó– sería como manchar con un vulgar trazo, innecesario, un cuadro perfecto ya terminado. No era un cuadro bonito, pero era perfecto, porque estaba terminado. 

–¡Espera! –Elline se giró con cansancio y lo miró fijamente. Lo miró fijamente oculta tras los cristales tintados de sus gafas. John no pudo saber si estaba llorando.

Read More
Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

TETIS EN EL CEMENTERIO

It all begins with an idea.

Llovía ceniza del cielo. Las nubes eran grises y el sol era rojo y frío. La ceniza se amontonaba en la falda de la montaña y, cuando soplaba el viento, caía ladera abajo, deslizándose por la suave y dura roca. 

Una mujer ascendía lentamente la montaña. No vestía más que una sucia y ajada capa, pesada de ceniza y polvo. Su paso era cansado y seguro a un mismo tiempo, como el de una persona que ha recorrido el mismo camino muchas veces y sigue sin querer llegar a su destino. Su piel era blanca como el alabastro y su cabello era del color de la espuma del mar. Curiosamente, no estaban manchados. La ceniza se deslizaba con pasmosa suavidad por sobre su piel impoluta; de hecho, más que deslizarse, parecía modificar conscientemente su descenso para evitar cualquier clase de contacto con aquella extraña mujer. 

No tenía ni una sola arruga en el cuerpo y, sin embargo, había algo en ella que impedía describirla como una mujer joven. Quizás fuera la lenta cadencia de sus movimientos, propios de una persona anciana; o quizás fuera la terrible y profunda oscuridad de sus ojos azules, pero aquella mujer no era joven. Era hermosa, sin duda, de una belleza extraña, atemporal; pero no era una mujer joven, y eso no podía discutirlo nadie. No es que nadie fuera a hacerlo, por supuesto. El mundo había muerto hacía ya muchas décadas, y los únicos seres que aún caminaban por su superficie calcinada eran, muy de vez en cuando, los dioses imperecederos. Imperecederos y terriblemente aburridos. 

La ceniza caía del cielo y una diosa inmortal ascendía cansada la ladera de la montaña. Sus pies descalzos se posaban lentamente, uno detrás del otro, sobre la mullida alfombra de ceniza, pero la ceniza no manchaba su piel argéntea. De repente, se detuvo. Ahí, frente a ella y en mitad de la ladera, se alzaba una especie de altar de roca negra. Sobre el altar descansaba el cuerpo desnudo e inerte de un hombre joven. Su piel era blanca como el alabastro y sus cabellos eran del color del Sol cuando el Sol aún vivía. No tenía ni una sola arruga o mancha en el cuerpo, y la ceniza parecía deslizarse por sobre su piel como evitándola. Tenía los ojos y la boca cerrados, y no respiraba. Parecía una de esas antiguas esculturas de mármol que descansan sobre los sarcófagos de los grandes reyes. Su belleza, incorrupta; su cuerpo, inmaculado. A excepción de su talón derecho. El talón del joven estaba cubierto de polvo, pus y sangre seca. 

La mujer se quedó inmóvil durante un minuto. O quizás fueron horas. Ella no lo habría podido decir, y en el mundo ya no había nadie que pudiera advertir la diferencia. De repente, con la misma brusquedad con la que se había detenido, volvió a andar. Cubrió con andar anciano, inseguro y cansado, los escasos metros que la separaban del altar. Esa última parte del camino no la había recorrido nunca. 

La mujer buscó la mano del joven y la agarró, entrelazando sus dedos con los suyos: blancos dedos y piel blanca, sobre un fondo de fría roca. La mujer se dejó caer lentamente, como levitando, hasta que sus rodillas hendieron el blando asfalto de ceniza. Se quedó ahí, inmóvil, sentada sobre sus talones y con la cabeza gacha, sujetando con ambas manos la mano muerta del joven. Finalmente, como si no quisiera seguir pensando en lo que hacía, levantó la cabeza, detuvo la mirada en el rostro del joven y, con una voz clara y extrañamente dulce, dijo: «sabes, cuando naciste, intenté matarte». 


«Habías nacido mortal, hijo mío, y yo te odiaba. Te odié desde el momento en el que supe que tenía las entrañas preñadas de carne mortal: el vástago mortal de un sucio y cobarde mortal que había osado ponerle las manos encima a una diosa. Sí, ya conozco la historia que debió contarte tu padre. Es la misma historia que se ha contado durante siglos. Pero, ¿quién escribe la historia, hijo mío? Cuentan que Zeus se encaprichó de mí. Ahora lo llaman así, ¿sabes? «Encapricharse». Zeus intentó violarme, punto. Encapricharse… hay que joderse. Pero Zeus no era el único dios que sabía mudar de forma. Mis hermanas y yo ya dominábamos la magia del cambio y la transformación antes de que Zeus se cubriera por primera vez de plumas. De modo que cuando el Cronida intentó forzarme, hui. Sí, hijo mío, no me mires así. Una mujer no hace frente al todopoderoso Zeus. Suficiente desafío ya es cerrarse de piernas. Hui, tomé la forma de una serpiente marina y me refugié en las profundidades del océano, en las estancias de mi padre, Nereo. Pero la suerte es una diosa celosa y yo he sufrido los celos de casi todas las mujeres. Cuando llegué, agotada y asustada a los salones submarinos de mi padre, descubrí que en sus habitaciones se alojaba el hermano de mi insigne acosador: Poseidón. Mi padre debía fidelidad a Poseidón, el señor de todos los mares, y Poseidón, al parecer, compartía los mismos gustos que su hermano. Se encaprichó de mí. Mi padre también debió entenderlo así, como un capricho, quiero decir. Resulta fascinante la rapidez con la que el miedo y la ambición ahogan el amor y confunden la percepción de los hombres, incluso los de un padre. Así que volví a huir. Esta vez adopté la forma de una ballena: a Poseidón no le ponían las gordas. Temis me socorrió. La ciega diosa de la justicia mintió, se inventó una profecía, y advirtió a los dioses olímpicos de que el hijo que naciera de mí sería más grande que su padre. No fue muy original, es cierto, pero cumplió su propósito, y es que, verás, hijo mío, cuando has traicionado y destruido a tu propio padre, el cual, a su vez, había hecho lo propio con el suyo, te vuelves un poco paranoico. Y vaya que si se volvieron paranoicos. Los Cronidas decidieron que lo más prudente era evitar que ningún dios naciera de mis entrañas; así que concertaron mi matrimonio con un mortal. O eso es lo que cuenta la historia. Pero, de nuevo, ¿quién escribe la Historia? ¡Oh, por el amor de Caos, hijo! No me mires así. ¿De verdad llegaste a creer en algún momento que amé a tu padre? Había rechazado al dios de los cielos y al señor de los mares, no tenía ninguna intención de dejar que un sucio y arrugado mortal me pusiera las manos encima. De verdad, no sé en qué debían estar pensando esos dos cuando enviaron al paleto de Peleo a mi isla. Pobre desgraciado… el muy ingenuo fue a raptar una bella ninfa de los mares y se encontró con un dragón escupe fuego. ¡Oh, cómo disfruté de aquel momento! Aunque creo que a tu padre nunca más volvieron a crecerle las cejas. En cualquier caso, Peleo escapó de la isla con el rabo entre las piernas y cubierto de ampollas. Pero a Zeus se le había agotado la paciencia: a sus ojos, mi cuerpo había dejado de ser el objeto de un capricho lascivo, para convertirse en una fábrica de armas de destrucción masiva. Así que envió a sus hijos, a Ares y a Hermes, para someterme. Hermes intentó atraparme, me persiguió volando con esas ridículas sandalias suyas, pero conseguí zafarme, me transformé en guepardo y hui una vez más. Ares no tuvo tantos miramientos, me dio una paliza. Me golpeo una y otra vez, hasta que no pude siquiera respirar, no digamos ya utilizar mi magia. Peleo se cobró con creces la humillación sufrida. Me pegó, aunque después de la brutal paliza que me había propinado el dios de la guerra, poco era el daño que podía hacerme con sus cortas patitas. Y, aun así, consiguió hacerme daño. No recuerdo cuantas veces me violó, pero supongo que fueron más que suficientes para dejarme preñada. Eso era lo importante, ¿sabes? Que mis entrañas engendraran una criatura mortal. Porque, verás, hijo mío, cuando una diosa concibe con un mortal, ya no vuelve a tener hijos divinos. Así funciona este cruel mundo de dioses y hombres, en el que incluso las diosas se estropean con el uso. Reconocí mi maldición en cuanto te sentí creciendo en mi vientre; supe que estaba condenada a verte morir, a ti y a todos los hijos que tuviera. ¿Sabes lo que eso significa para una mujer, hijo? No, por supuesto que no, no puedes saberlo. Pero, verás, una madre, mortal o inmortal, jamás debería ver morir a sus hijos. No, tú no eras mi hijo, eras una maldición; un tumor, un parásito que crecía en mi vientre alimentándose de la divinidad de mis hijos nonatos. Decidí que no vería morir a ningún hijo mío. Tampoco a ti. Me golpeé, dejé de comer y bebí suficientes venenos como para acabar con cien minotauros, pero, irónicamente, mi naturaleza inmortal te protegió; al parecer, mientras estuvieras dentro de mí, nada podía hacerte daño. Finalmente, y a pesar de todos mis esfuerzos, acabé dando a luz. No te voy a mentir, no sentí ningún arrebato de amor maternal cuando te tuve por primera vez entre mis brazos. No, hijo, no, todo en ti me pareció feo. Después de todo, querido, eras terriblemente mortal. Aunque Peleo no se fiaba de mí, consintió en que te amamantara; después de que el bruto de Heráclito estuviera a punto de arrancarle un pecho a la pobre Hera, entre los mortales se creía que la lactancia divina confería a los hombres una fuerza sobrehumana. Valientes ignorantes. Una noche, después de darte el pecho, me transformé en serpiente, en león y en tigre, y maté a todos los guardias del palacio de Peleo, o quizás a todos sus habitantes, la verdad es que no lo recuerdo, pero bueno, ¿a quién le importa eso ahora? Bebí. Me lo bebí todo: vino especiado de Esciro, cerveza egipcia y licor persa, también unas cuantas botellas de ambrosía que aún guardaba de mis felices bodas con Peleo. Entonces te oí llorar, me acerqué a tu cuna y te vi ahí, tan rojizo, tan vulnerable y tan… tan terriblemente mortal. Invoqué a Hécate, a Pitón y a Medusa, y a Medea. Medea… valiente bruja sin corazón. Derramé la botella de ambrosía sobre tu patético cuerpecito, conjuré al fuego y lo arrojé sobre tu cuna. Y me quedé ahí, de pie, con los brazos colgando y la mirada perdida en las llamas que poco a poco iban devorando tu piel. Así me encontró Peleo cuando irrumpió como un torbellino en la habitación, te agarró del talón derecho y te sacó de un tirón de la cuna en llamas. Supongo que el resto de la historia ya la conoces. Las llamas y la ambrosía quemaron tu piel mortal, volviéndote invulnerable. Quién sabe, si tu padre no te hubiera sacado cuando lo hizo de la cuna, quizás hoy estarías vivo. Aunque tal vez sea mejor así. Después de todo, tu madre está loca y este mundo está muerto». 


Sin soltar las manos del joven, la mujer se tendió sobre el altar de roca negra y se acurrucó junto a su cuerpo inerte. Envolvió con sus pies inmaculados el pie derecho del joven, enverdecido y supurante, y lo acarició con unos pequeños dedos que parecían perlas, limpiándolo de polvo, pus y sangre seca. La mujer cerró los ojos y comenzó a cantar suavemente una canción de cuna: «aléjate de las orillas, chiquillo loco, aléjate del agua, de las olas y del viento. ¡Tierra adentro, tierra adentro! Aléjate de las orillas, chiquillo loco, aléjate del mar, de los caballos y del viento. ¡Tierra adentro, tierra adentro!».

Llovía ceniza del cielo, caía lenta y continua a ambos lados del altar negro, parecía modificar conscientemente su rumbo, como si temiera estropear la belleza almidonada de los dos cuerpos que descansaban, inmóviles, sobre la oscura superficie del altar: Tetis, la de los pies argentos y Aquiles, el de los pies ligeros. 


Read More
Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

EL HOMBRE FRENTE A LA MUERTE

It all begins with an idea.

“… si es verdad que soy poeta por la gracia de Dios —o del demonio—, también lo es que lo soy por la gracia de la técnica y del esfuerzo, y de darme cuenta en absoluto de lo que es un poema.” –Federico García Lorca.

Creí que este ensayo sería más sencillo de afrontar, que la práctica y la libertad harían las veces de lazarillos honestos en los que podría confiar. Ahora mismo, sin embargo, me descubro aún demasiado joven: perdido en la inmensa libertad, como Ismael fuera del agua. No puedo dejar de echar de menos la seguridad y las pautas de la rígida carretera académica. De nuevo, estoy envuelto en esa infinita nebulosa de mundos y palabras (más infinita esta vez si cabe), y sólo tengo como guía la dudosa luz de una pregunta, de una cuestión en la que –¡maldita libertad!– no puedo confiar completamente. Comparezco ante el tribunal de Wilde, Conrad y Kafka, y –siendo testigo– me atrevo a exigirles que respondan a mi pregunta: ¿Quién es el hombre? Consciente del peligro (o audacia) que supone el interrogar tan directamente a los grandes autores de la literatura contemporánea, y de que estoy corriendo el riesgo de poner voces extrañas en sus plumas, intentaré hacer un especial esfuerzo en atender únicamente a las palabras que encierran sus relatos.

¿Qué es el hombre? A lo largo de la Historia los grandes filósofos se han aventurado a dar respuesta a esta pregunta. Sin embargo, a todas las posibles soluciones les ha esperado siempre el mismo y fatal destino: engrosar las tropas combatientes de esa eterna batalla que Kant llamó “Metafísica”. Del conflicto resultante sólo se ha alzado un estruendo aún mayor de dudas e interrogantes. Perdida la fe en la sola razón, quizás podamos practicar una nueva religión y depositar nuestra confianza –como hicieron en su momento los idealistas alemanes– en la divina intuición de los poetas.

Resulta verdaderamente sorprendente (quizás por su sinceridad) el método que emplean los grandes aedas de la prosa contemporánea para desentrañar la esencia del ser humano. “¿Quieres saber qué es el hombre? –me preguntan McCarthy, Wilde y Huxley– Pues enfréntalo a la muerte.” No puedo negar el valor y la hombría de estas pocas personas que, en su afán de conocer, osan llamar a la puerta de la mismísima Muerte. Sin embargo, como los filósofos no consiguen ponerse de acuerdo, y sólo los poetas me indican un sendero, no me queda otra opción que caminar al lado de esta peligrosa compañera si pretendo descubrir la verdad acerca del hombre.

En su novela La carretera, Cormac McCarthy sitúa a un padre y a un hijo en un mundo de cenizas y sombras, de frío, oscuridad y aguas tóxicas. Nada en esta tierra desolada goza del más mínimo vestigio de vida, todos los elementos que la componen no son sino abortos de un cementerio sin cipreses. El novelista americano enfrenta a los dos protagonistas de su relato a una naturaleza muerta, a la “muerte de la Naturaleza”. Enfrentándose al vacío abisal de un infierno polvoriento, padre e hijo se esfuerzan por sobrevivir, por aplazar el pago de una vida que parecen tener de prestado. Buscan en vano el sur, el calor, el agua, el mar… síntomas vitales que hace tiempo abandonaron el frío cadáver del mundo.

“Abrazó al chico que tiritaba y contó cada frágil respiración en medio de la negrura”, en lo extremo de la situación, un padre protege y calienta el cuerpo de su hijo, en un fútil intento por conservar la vida que se escapa por cada poro de su temblorosa piel. La vida. Al filo de la muerte, el hombre se da cuenta de que –si es algo– es vida. Pero también podemos aprender algo más de la realidad del hombre a través del desesperado viaje de esta reducida familia: el hombre es vida, mas no es vida autónoma, pues necesita de algo más para poder conservarla: necesita de la Naturaleza. Por triste y cruel que pueda parecer, lo cierto es que el viaje de los protagonistas de La carretera es en vano. En una Naturaleza muerta, la vida que se posee es una pálida caricatura de lo que una vez fue; es un espectro, una farsa... El hombre no es solo un ser viviente, sino que es parte de la Naturaleza, es una naturaleza viviente. Ambos conceptos –vida y naturaleza– comparecen inexorablemente ligados cuando afirmamos que el hombre es un animal. Vivir significa sentir el frío del viento en la cara,  el roce de la arena en los  pies, el latir del corazón o la firmeza del abrazo de un padre sobre los hombros. Todo lo demás puede existir, ser… pero nunca vivir.

           “¿Qué hay al otro lado”

           “Nada.”

           “Algo habrá, ¿no?”

           “Quizás un padre y su hijo sentados en la playa.”

           “Eso sería bonito.”

           “Sí. Sería bonito.”

Si dijera que ante la experiencia de mal descubrimos quienes somos, sería expulsado con toda probabilidad de la corte de los filósofos. Sin embargo, contemplando la vida que en La carretera, no puedo dejar de pensarlo como cierto. Es ante la muerte del mundo donde el hombre se da cuenta de hasta qué punto “es el mundo”; y es al enfrentarse a la inmensa soledad de una ciudad deshabitada donde el hombre se da cuenta de lo que la ciudad significaba, de la realidad social de su ser. En la experiencia del mal, en la experiencia de la nada del mundo y de la sociedad, el hombre descubre aquello que le falta; como si las ruinas de la ciudad y las cenizas del aire formaran un inmenso retrato que reflejara los defectos del hombre (entendiendo defectos como ausencias del ser). “Quizás un padre y un hijo sentados en la playa.” “Eso sería bonito.” “La belleza es la otra cara de la verdad” –murmura la Peregrina de Casona. Es bonito, porque es verdadero. La ausencia de sociedad no es algo que les falte al padre y al hijo como a mí me pueda faltar un bolígrafo, sino que es una ausencia esencial: “...cada cual el mundo entero para el otro.” Ningún tratado de filosofía puede recoger mejor qué significa ser hombre que el eco de esas palabras deshaciéndose en la niebla de La carretera. En un mundo que está muerto y en una sociedad inexistente, el calor del cuerpo del padre es para el hijo la única naturaleza; y los tristes sueños que escapan de la boca del hijo, son el único signo de reconocimiento, de sociedad, que puede vivir el padre.

“Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso (...) entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.” A diferencia del relato de McCarthy, donde naturaleza y sociedad son un recuerdo, en el mundo de Moby Dick, existen en exceso. En el primero, el hombre descubre lo que es al confrontar el vacío de un cosmos que le susurra constantemente lo que no es; en el segundo, por el contrario, el hombre –Ismael– se encuentra perdido en una avasalladora vorágine de civilización. En el exceso, la verdad también se esconde. Me atrevería a afirmar que es más peligroso la abundancia de Un mundo feliz que el silencio de La carretera. Pues ante la ausencia de todo, el solo deseo del hombre es conseguir aquello que le permita preservar el ser: “lo que más le preocupaba eran los zapatos. Eso y qué comer.” Mientras que, ante la exuberancia de bienes y placeres, el hombre puede desvanecerse entre una bruma de mil elecciones frívolas y encontrarse de pronto parándose “ante las tiendas de ataúdes”. La verdad, se manifiesta resplandeciente en medio de La carretera. Sin embargo, creo poder decir con seguridad que todos preferimos perdernos en el caótico mundo de Ismael. ¿Por qué? Porque la verdad que dibuja McCarthy sobre el asfalto de La carretera es un fantasma; padre e hijo la ven con toda la clarividencia que proporciona la necesidad al alma, pero no pueden tocarla, no pueden aprehenderla. En Moby Dick, por el contrario, la verdad camina oculta en el frenesí de la vida y sólo algunos pocos como Ismael saben dónde encontrarla. En lo primitivo del viento y en la pureza del agua, el protagonista de Melville aprende a disfrutar de una naturaleza de la que es parte, a deleitarse en los placeres de su corporalidad: en “el sano ejercicio y el aire puro del castillo de proa”. Y el trabajo en la nave le revela a su vez lo que significa su ser social: el aunarse conjuntamente con otras personas en la consecución de un fin común. Es interesante la diferenciación que hace Ismael entre los tripulantes y los pasajeros: los segundos pagan para ser parte del barco, mientras que los primeros son pagados por serlo. Haciendo de estas palabras un mito, podemos aproximarnos a la naturaleza social del ser humano: aquellos que son parte de la sociedad, son recompensados (son pagados), reciben algo por el solo hecho de serlo; mientras que, por el contrario, aquellos que se aíslan de la misma pierden algo que les es propio (tienen que pagar).

Guiados por la compañera de los poetas hemos asistido a la muerte del mundo, y hemos reflexionado frente al negro lienzo de su ausencia sobre dos aspectos del ser esencial del hombre: su alma social y su naturaleza corporal o vital. No obstante, aún quedan cientos de preguntas sin respuesta combatiendo en el pandemónium de la ignorancia. ¿Son conciliables sociedad y naturaleza? ¿Predomina una sobre la otra? ¿Es superior la sociedad al individuo? En mi ignorancia, sólo puedo cerrar los ojos, aferrarme con fuerza al brazo de la Muerte y dejar que sea ella quien guíe mis pasos sobre el campo de batalla.

“...se les obsequia con helado de chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como algo natural”. En el Mundo feliz, la sociedad se ha apoderado de toda la naturaleza, incluida la del propio ser humano. El cuerpo, la vida y el individuo se subordinan a un orden impuesto que persigue un fin reducible al “soma”, la droga del placer: “su vida temporal se acortará, pero piensa en la intensidad del sueño.” Los ciudadanos de esta distopía viven inmersos en un “infantilismo civilizado demasiado fácil”. La facilidad, el placer… estos son los fines que persigue la sociedad tan meticulosamente descrita por Huxley. Excluyendo de la participación social y manipulando a voluntad los cuerpos de gran parte de la población, un reducido grupo de gobernantes controlan una humanidad que ha quedado reducida a una compleja maquinaria; dónde el ser de cada individuo se define por su trabajo: solo quedan Epsilones, Deltas hembras y enanos Gamma-más. ¿Es la sociedad superior a la naturaleza? No, precisamente porque el hombre es parte de la naturaleza y lo social es lo natural en el hombre. Me explico. Como nos enseñaba La carretera, si el hombre destruye el mundo, se destruye a sí mismo. Pero también si adopta el papel del pasajero en lugar del puesto de tripulante que le corresponde; si sacrifica su libertad en el altar de un poder total y absoluto; si se despoja de esa responsabilidad como ciudadano que le es tan esencial en él como es su propia vida; persiguiendo con ese holocausto bienes efímeros como son el placer, la comodidad o la gloria… también entonces se destruye. Su humanidad queda alineada, reducida a una función que no le pertenece sino que le es impuesta. “¡Qué brillante destino de un pueblo ser el imperio de semejante emperador! (...) ¿Que hay más grande?” –pregunta Marius entusiasmado.  “Ser libre –respondió Combeferre”.

Habiendo aclarado en la medida de lo posible que el hombre es naturaleza y sociedad, llega el momento de dar la palabra a una pregunta que he silenciado ya demasiado tiempo: ¿qué papel juega el alma en el teatro de lo humano? Sin traicionar la máxima funeraria que ha gobernado este discurso, trataré de dar una respuesta a esta cuestión acudiendo a un maestro del vivir: Oscar Wilde.

“De la misma manera que había matado al pintor, mataría su obra y todo lo que significaba (...) Acabaría con aquella monstruosa vida del alma…” Donde antes se enfrentaba a la muerte del mundo, en El retrato de Dorian Gray, el hombre se ve obligado a confrontar la muerte del yo. ¿Qué significa el retrato en la novela de Wilde? ¿Qué verdad oculta tras los óleos? ¿Cuál es el poder diabólico del encantamiento? Si nos fijamos en los efectos que despliega el ingenuo deseo del joven señor Gray, descubrimos que la magia del lienzo preserva a Dorian de todo rastro de corrupción física, corrupción que no se reduce únicamente al envejecimiento, sino también a cada mancha de pecado y vicio. De este modo, nuestro hermoso protagonista conserva en todo momento la inocencia de un niño adolescente, mientras que la pintura va transformándose en su lugar, asumiendo las consecuencias de su naturaleza caída. Podríamos decir que Dorian vuelca su alma en el retrato. Esta idea va en la línea de la percepción que la cultura popular y la literatura fantástica tienen del alma, la imagen que novelas como El Señor de los Anillos o Harry Potter muestran de ella. El alma es lo soberbio en el hombre, lo que verdaderamente es, el núcleo que concentra todas sus bondades: todo lo bueno es el alma. Además, comprenden el alma como una sustancia que es separable e independiente del cuerpo; es decir, no sólo es el hombre, sino que no necesita del cuerpo para serlo. Los antagonistas de las novelas de fantasía, los “señores oscuros”, son siempre hombres que han renunciado a su alma, que la han partido, troceado, encerrado y forjado en distintos objetos… alcanzando con ello la inmortalidad, pero transformándose también en seres terribles e inhumanos. El origen de esta concepción del alma es muy anterior a Rowling. Podemos remontarnos al mismísimo origen del mundo: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz el aliento de vida; y fue el hombre un ser viviente.” Pero es Descartes, el gran racionalista, quien ha conseguido que esta idea germine en la mente de una sociedad que ya no lee la Biblia. Creo sinceramente que la verdad que esconde la magia del retrato va más allá que la que pueda haber en ningún anillo de poder.

Wilde comprende con mucha más clarividencia que el hombre es una unión sustancial de cuerpo y alma. No es solamente alma, ni es únicamente cuerpo: sino que es una conjunción única de ambas. Tal y como enseñaba el Estagirita, el hombre es un cuerpo viviente, un animal, y el alma o ánima es aquello que lo anima, que lo mueve, pero sin ser ésta una sustancia distinta al cuerpo. El encantamiento del retrato despoja a Dorian de su cuerpo, de su naturaleza, al no permitirle envejecer, pero también al borrar los estigmas y las cicatrices del pecado. El mal –al igual que el bien– se realiza con el cuerpo, los hombres matan, roban, trabajan, aman y perciben la belleza a través de sus cuerpos y sentidos, y estas acciones, junto con todas las que llevamos a cabo en cada momento de nuestra vida, configuran nuestro ser: transforman todo lo que somos, nuestro cuerpo y nuestra alma, para bien o para mal. La irresponsable actitud que muestra nuestra sociedad hacia el cuerpo –propio y ajeno–, el tratarlo como un objeto del que puedo disponer a mi antojo, sin miedo a que altere lo más mínimo “lo que soy”, es la gran ilusión, la etérea mentira y la enfermedad mortal del hombre moderno. Dorian es autor de un homicidio terrible: la muerte del yo. Pero ese crimen lo comete en la flor de su ingenuidad, al desear que fuera el retrato y no él quien se corrompiera. Al renunciar a su naturaleza corporal, Dorian asesina a todo su yo –cuerpo y alma–. De manera que –en un principio–  no puede conocerse sin mirar el retrato, y llega un momento en el que –habiendo realizado ya tanto mal– no puede querer reconocerse en ese “otro”, ese “espejo injusto” que debería ser su alma. La realidad del ser corporal del hombre acontece también de forma radical en El país de los ciegos cuando Núñez, deseando ser miembro de una sociedad que no lo acepta, es tentado por ésta a quitarse los ojos para poder casarse con la mujer que ama: “Son mis ojos lo que tú has conquistado”, “mi mundo es la vista”. “La eternidad estaba en nuestros ojos y en nuestros labios” –piensa John, citando a Shakespeare, en El mundo feliz.

Para devolver al cuerpo el lugar que le corresponde en la verdad del hombre me he visto obligado a tratar con muy poca elegancia al alma, reduciéndola a un mero principio del movimiento, a un alma animal. ¿Es, efectivamente, el alma humana distinta a la animal? La respuesta la anticipamos al contemplar el desolado paisaje de un mundo muerto. Hace falta, sin embargo, acudir a un tercer funeral para desenterrar completamente la esencia del alma humana: es preciso que  –junto con Nietzsche– guardemos luto por la muerte de Dios.

“Lo adoraban (...) Llegó a ellos con truenos y relámpagos, y ellos jamás habían visto nada semejante… nada tan terrible.” El misterioso protagonista de El corazón de las tinieblas se presenta ante los salvajes del Congo como una figura divina y, lejos de sacarles de su error, el oscuro señor Kurtz abraza esa adoración como si efectivamente se le debiera: “...no era un ser común. Poseía el poder de encantar o asustar a las almas rudimentarias con los ritos de brujería que organizaba en su honor.” No es la primera vez que un hombre sueña con ser Dios (“Napoleón lo tenía todo. Era un ser completo. Hacía la historia y la escribía.”) ¿De dónde surge ese descabellada aspiración, sino de un deseo de lo infinito? El hombre posee –junto a una aptitud de conocer que parece no tener límites– una voluntad capaz de quererlo todo. Pero también confunde muchas veces el deseo de tener con el de ser; lo cual no deja de ser un error legítimo, pues está inscrito en la misma esencia del amar que el amor es querer tener al ser amado siendo él, en la medida de lo posible. Son la voluntad infinita, ese insaciable deseo eternamente en acto, y el entendimiento, aquel poder de conocer siempre más, lo que revelan la esencia del alma humana: un alma racional, principio de aquellas facultades del hombre que su corporalidad no termina de explicar. 

El deseo de ser Dios es una enfermedad que corrompe la noble tendencia que el hombre tiene a la divinidad, y que se descubre fatalmente en el momento en el que se enfrenta con su propia mortalidad. “¡Ah, el horror! ¡El horror!” ¿Qué significan las enigmáticas palabras que el señor Kurtz grita en su agonía final? ¿Quizás el hombre que se creía Dios ha tenido una experiencia trascendental de su eterno y fatal destino? ¿O tal vez el hechizo de la muerte le ha permitido volver a “vivir su vida, cada detalle de deseo, tentación y entrega”? Sea cual fuera la revelación que tuvo el oscuro nigromante, lo cierto es que la muerte nos revela a todos un mismo secreto: que a pesar de que gozamos de un alma que se atreve a tocar lo infinito, el ser humano es también un cuerpo material que perece. Da igual cuántos filósofos protesten contra la muerte, armados con todas las razones de la inmortalidad del alma; los poetas saben que esa consejera que les ha susurrado tantas verdades al oído vendrá algún día a llevárselos a su reino desconocido: “morir, dormir… ¡Tal vez soñar!” Pero, ¿vivir?… vivir sólo lo puede Dios.

 

 

 

Read More
Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

JERUSALÉN

It all begins with an idea.

De cristales son todas las cosas.

De cristales son nuestros sueños,

y nuestros cuerpos.

De cristales son las ciudades de arena

y los laureles de fuego.

De cristales son sus ojos,

sus ojos de polvo,

y sus labios de cera.

Todas las cosas son cristales rotos, polvo y arena seca.

Quiero volver a ser de barro, Señor.

¡Oh dios, volver a ser de barro! ¡Tu barro! Y no romperme nunca.

Ser barro en tus manos y no romperme nunca, nunca, nunca.

Volver a ser tu barro y no romperme jamás.

Read More
Fernando Alvarez de Toledo Fernando Alvarez de Toledo

LIFE OF OHARU (ENG)

It all begins with an idea.

Mizoguchi Kenji, 1952

PHARU.jpg

I see when men love women. They give them but a little of their lives. 

But women when they love they give everything. 

Every woman is a rebel, and usually in wild revolt against herself.

-Oscar Wilde. 

The end of this paper it to analyze the film The life of Oharu -directed by the japanese director Mizoguchi Kenji and premiered in 1952- from an academic perspective and film studies. Therefore, the main question before us would be the one that follows: What is Mizoguchi wanting to say in this film? How does he manage to do so? What are the film techniques that he practices in The life of Oharu; the particular film language that he develops? In order to give an appropriate answer to this questions I will analyze the main themes, characters and issues present in Mizoguchi’s film and, while doing so, I will describe the specific resources and film techniques that he uses for this purpose. 

First of all, as with any kind of art, it is imperative to have some knowledge about the historical context in which the movie was filmed. When studying a particular work of art, even a cursory consideration about its background is a huge assistance. The Life of Oharu is based on various stories from Ihara Saikaku's The Life of an Amorous Woman. Despite being under-financed, the film was one of Mizoguchi’s favourite projects, since it was greatly influenced by his personal life. The movie was a way for the director to remember his sister, Suzo, who raised him and, just like Oharu, was also sold by his father as a geisha. From this few historical facts, we might glimpse some of the main issues of the film: the fragile situation of women in Japan, and the importance of memory. Had Mizoguchi’s Japan truly changed since the times of Oharu? Is it any different for Japanese women? 

The life of Oharu tells the story of a woman who tries her best to find love and ends up trying even better to just live. The film starts with a long take of the heroine, Oharu, as she walks the streets looking for clients. She is old and covers her face with a veil. It is noticeable the contrast between Oharu (alone, old, covered) and a young prostitute having a successful night (she is uncovered and accompanied). After this scene we witness how she joins a group of other old prostitutes and they all take refuge on a fire set on the streets. Oharu is an old prostitute (more than 50 years old) who makes her life out of walking the streets, with her face white-painted, trying to seduce anyone who would take her. The harsh conditions of her life are remarked by her own words, "It's hard for a 50-year-old women to pass as 20." After hearing the chantings of the monks from the fire, Oharu goes to the temple as if she was answering a call. When the shot ends, a new travelling takes its place and it seems almost as if the temple goes to greet Oharu. 

DASDAS.PNG

In this temple, the film’s heroine finds herself surrounded by statues of the Buddha. It is almost ironic that, in Japanese Buddhism, this proliferation of Buddha statues in one place almost always refers to the “thousand faces of the Buddha”, which, at the same time, refers to the compassionate sight of the Japanese bodhisattva Kannon: the Buddha sees us all in our individuality, in our own particular character. And yet the sequence -recorded from a mid-shot and with no close-ups for us to see deeper into Oharu’s face, nor into her emotions- could not be more cold and impersonal. For there has never been any compassion towards Oharu. Is Mizoguchi turning around the meaning of the Buddhist images? This coolness is reinforced by the monotonal chanting of the monks and by Oharu’s herself (hidden as she is behind a dense white makeup). Is not this old and face-painted Oharu the embodiment of all the suffering women of Japan? Whatever the case, the following shots breaks the previous feeling of quietness. Alternating high-angle shots of Oharu with low-angle shot of one particular Buddha among all others, we receive an image of Oharu’s own perception, and with it, her curiosity and, maybe, her wonder. For she has recognized on the Buddha statue the image of Katsunosuke, her former first love. Overlapping the fading image of the statue with that of Katsunosuke, Mizoguchi takes us to the beginning of the story; to the day on which Oharu’s life change forever. 

I. Love, Pride & Suffering

The life of Oharu goes -in a demeaning and slow movement- from her privilege position as a lady in waiting at the court to the wandering life of a begging buddhist nun. However, we can see some of her former pride in various moments of the movie. Due to the lack of close shots in the film, this pride is not show in a “moral” way, on the contrary, the predominance of mid-shots puts pride on a different status. It is almost as if we were watching a documentary film in which pride, love and suffering are shown from a more socially-focused perspective. Indeed, throughout the whole movie, Mizoguchi forms most of its sequences through triangular power-relation images. At the beginning of the story, when Katsunosuke is declaring his love for Oharu, we see him on his knees outside the house while Oharu is proudly standing up inside (as if Katsunosuke was asking for “entering” into Oharu’s heart). However, when she finally surrenders to him, the composition of the image changes completely and now is Oharu the one on the ground while Katsunosuke is standing up (victorious).

SDADD.PNG

Just a few minutes later, a third figure interrupts the lovers and, in the same way, the distribution of the characters in the picture reveals the relationship between them: the newcomer, some kind of samurai, is standing completely straight, while Katsunosuke interpose himself half-raised on his knees between Oharu and the samurai. When the late occuses Oharu of being a prostitute, she raises in all her pride and reveals her high social position, leading to the subsequent disaster: the death of his lover and the exile of Oharu and her entire family. Love, pride and suffering are all shown intertwined on the scene and sketched out in the image.  

ZACSCASD.PNG

Despite the fact that this late composition, in which Oharu is on her knees subjected to the power of others, is repeated over and over again in the movie, there are a few crucial shots in which Oharu’s hubris raises. However the case, they all end the same way: destroying the relative peace that she had managed to find and leading to an deeper suffering. Just a few quick examples are the scenes in the nun’s monastery, in which Oharu has manage at last to find some peace (if not love), a peace that will only last until the silk merchant calls her a whore, when she arrogantly takes off her kimono and throws it to him. A few minutes later, the nun that had offered Oharu shelter discovers the clothes left on the floor and banish Oharu from the monastery. Although the ambiguity of the shot (the nun looking at the clothes as a shadow runs behind a folding screen), the consequences are the all the same: it does not matter how many doubts might be around a woman’s actions, society will always think the worse ("Caesar's wife must be above suspicion.").   Another more brief example would be the sequence in which Oharu refuses (standing up) to lower herself when a rude countryman tries to buy her with his gold like he had just bought everything else at the House of Geishas, and the owner of the house threaten her never employ her again (at this moment, she throws her to the owners feet). From the perspective of cinematographic montage, this recurrent up and down in both the actual life of Oharu and in the images of the film brilliantly reflect Oharu’s struggle against misfortune. 

Example one:  

2222.PNG

Example two: 

333.PNG

II. It is a man’s world 

Introduced in the previous theme, Mizoguchi’s idea of the Japanese society is, in words of the french philosopher Gilles Deleuze, “both simple and extremely powerful: for him (Mizoguchi) there is no line of the universe which does not pass through women, or even which does not issue from them; and yet the social system reduces women to a state of oppression, often to disguised or over prostitution. The lines of the universe are feminine, but the social state is prostitutional. Threaten to the core, how could they survive, continue or even extract themselves?” 

The term “gynoecium” perfectly describes Mizoguchi’s conception of human cosmos: the world saw as both an immense flower (first sense of the word that refers to the parts of a flower that produce ovules and ultimately develop into the fruit and seeds) and a vast prison for women controlled by men (second -an original- sense of the term, via Greek γυναικειον or gynaecēum, from γυνη-gynē, feminine, and οἶκος-oikos, house). Through the cinematic montage, Mizoguchi shows us the futile efforts of Oharu (and with her, of all women in Japan), who has been trapped since the beginning of the film in a world rule by men. The images resembling cages and cells are also recurrent. A beautiful prison indeed, but a prison nonetheless. “The life of Oharu is the fate in microcosm of many Japanese women for centuries, in a society ruled by a male hierarchy”.

444.PNG

III. The rolls of women in Japanese society.

As if been born on a prison was not enough, Mizoguchi ironically reflects on the screen how unfair Japanese society is for women. For not only they are confined by countless senseless rules but, as it has been advanced with the first theme analyzed on this paper, there is no fair trial for those who are suspected of having broken them. Oharu’s endless circle of misfortunes begins with a mockery of a trial that Mizoguchi portraits almost as a theater play (since the sentence has been decided before the trail ever began). In fact, the movie’s ending starts with another trial -as spurious as the first one- in which men take Oharu away of her last hope: her son. In Deleuze words: “the line of the universe which goes from mother to son is irrevocably barred by the guards who separate the unfortunate woman from the young prince whom she brought into the world.” The theatricality of the trials is remarked by the actual play that takes place at Lord Matsudaira’s House in the middle of the story in a rather Shakespearean way. Indeed, Mizoguchi uses a similar image-composition for both the trails and the doll-theater show whose story, on the other hand, reveals what is happening to Oharu at that moment of the film  (as Ophelia said to Hamlet: “Belike this show imports the argument of the play.”).

555.PNG

Sure enough, the doll-play contains more than just the love-struggle between Oharu and the Lord’s wife, it synthesizes the whole Life of Oharu. She has been treated as a doll for her entire life: first, her father sold her as a concubine into the household of Lord Matsudaira, afterwards, when she is expelled by Matsudaira’s lieutenants for “weakening” their Lord by making him fall in love with her, Oharu’s father put her to work in a geisha’s house; but the worst despicable use of Oharu is, without a doubt, when she was taken by a buddhist pilgrim to be held up as a moral spectacle. "Look at this painted face!" he told them. "Do you still want to buy a woman?" A cruel fate, indeed, for a woman who has been treated immorally almost every day of her life, and who has always behaved as morally as it was within her power to do. 

Finally, a quick note about a sequence to horrible to ignore which sums up what has been said here about this theme; a sequence that we might very well call “women for sale.” Before finding Oharu, Lord Matsudaira’s servants are desperately looking for a concubine who could both bear Matsudaira’s child and satisfy his high requirements concerning women. In the middle of the search, there is a sequence, shooted with a slow tracking shot, in which one of this servants is looking among dozens of women quickly discarding them for the tiniest “defect”. It is almost like a “shopping-mall scene” in which women are the products on sale. The slow movement of the camera heavily contrasts with the frantic activity of the characters and music, making the sequence even more stressful and unpleasant. The image of women being treated as merchandise is reinforced by Oharu’s expulsion of Matsudaira’s house once she has delivered the child requested; “she has played her part and now she is been disposed as a breeding horse.” 

666.png

IV. The image on the screen: Mizoguchi’s personal philosophy

Although Mizoguchi does manage to make houses and palaces look like a women’s jail (by framing the sequences in one or more frames), the cage in which Japanese women are imprisoned is not always an actual jail. As said before, women are confined by the very world in which they were born; “this is how it was, this tiny world of women.”[1] Confined by all the rules and conventions they are taught to follow blindly since they are born. This hopeless situation is often reflected in Mizoguchi’s films: in this particular film, Oharu is not the only one who is forced to obey men (“Is this your idea of duty” -Oharu’s employer at the red district scolds her when she refuses the rude countryman), but also the highest Lady, Lord Matsudaira’s wife, has to welcome and endure her husband’s concubine (“You must endure everything for the good of the family.”). In The life of Oharu, when the irrationality of all these rules, fake trials and unfair judgments achieves its top, an emotional outburst is the only protest raised by women.

In this regard, Deleuze’s word could not be more appropriate: “she knows that the very success will shatter the line, giving her nothing but a lonely death.” Mizoguchi’s films aren’t those of big action and great heroes in which the protagonist faces a menacing world and changes it with his actions; on the contrary, Mizoguchi’s gradually creates a “tiny world of women” that you cannot recognize as a potential menace until it is revealed, not as a menace, but as inevitably hostile to his female characters. Women cannot escape the prison-world in which they were born and certainly they will not change it. The subsequent frustration is shown, as said before, through an emotional revolt: the sequence that follows Katsunosuke’s beheading, recorded using a fast tracking shot, shows us a desperate Oharu, running from her mother through the woods as she tries to commit suicide. For what is suicide but the ultimate escape-route? Oharu knows that she cannot do anything against Katsunosuke’s unfair fate, she is powerless and her actions are of no use but to show how powerless women in Japan are. At the ending of Sisters of the Gion (1936), Mizoguchi puts Oharu’s desperate efforts into words through Omocha’s final speech: “If we do our jobs well the call us immoral. So what can we do? What are we supposed to do? Why do we have to suffer like this? Why do there even have to be such things as geisha? Why the world needs such a profession? It’s so unfair. I wish they never existed! I wish they never existed!”

However, being as he is a great film director, these ideas, which conform his -almost metaphysical- conception of the world, are sustained throughout the movie by the use of particular film-techniques: by his personal film-language. Firstly, the relatively high position of the camera, which produces the effect of a high angle shot in perspective and encloses the area in a narrow space; secondly, the distance of the camera that refuses to go beyond medium shots for almost the whole movie, apparently neutralizing the scene, but actually maintaining and prolonging the emotions contained in it to its very end; finally, and most importantly, the sequence shot that works as a very roller, sometimes slow (like on “the market of women” scene), sometimes fast (like this last sequence of Oharu’s runaway), but always ravaging everything on the screen. 

V. Final reflection

Thinking once again from Deleuze’s philosophy, we may stabilized a comparison between Kurosaga and Mizoguchi. Against the Japanese master of the great form (or great action), Akira Kurosawa, stands the small world of women of Kenji Mizoguchi; a world both hidden and essential, mysterious and decisive. The image-adventure, properly masculine, of The Seven Samurai is not the only form of image-action. On the contrary, in The Life of Oharu or in The Sisters of Gion, Mizoguchi needs a more subtle image; a tapestry of actions or image-weft. The particular philosophy of the Japanese filmmaker, centered on the feminine vector of the universe, does not match with the quarrelsome heroism of the image-adventure. Japanese women does not face a threat, they are submerged in the threat: in a hierarchical system against which there is no possible confrontation. Thus, in the small-form (or small action) we do not witness a fight or duel in which the protagonist opposes a threatening situation and ends up transforming it; no, in the image-weft the action progressively reveals an imposed environment uncovered by the very efforts of the female protagonist, whose actions -directed towards a new spirit and strange to the imposed system- would inevitably be consumed in her final solitude and death.

Read More